miércoles, 9 de diciembre de 2020

LA ISLA ROJA. Una isla en ninguna parte

 



Porque el sueño más real

es aquel más distante de la realidad,

aquel que vuela solo,

sin necesidad de velas ni de viento.

Hugo Pratt.

 

Creí que era una aventura,

Y en realidad era la vida.

J.Conrad

 

Para mis compañeros de expedición:

Miriam, Pacopé, Jesús y Ana; Guadalupe, Dani y Susana,

Viçent y Dolors, Teresa, Anna, Esther, Miguel Ángel, y Oleana.

Y nuestra brújula, Thierry y Valentina

Andábamos sin buscarnos

pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.

(Julio Cortázar).

 

 

            Madagascar, su nombre suena a remoto. Raharimanana, en su libro Nur, la describe como una isla al margen. Y así ha sido durante mucho tiempo, una isla al margen de todo, una isla en ninguna parte.

            Y una isla así, ¿aún puede existir? ¿existió alguna vez tal y cómo la soñaron? Para alguien que ha crecido bañado por el mar, contemplando el horizonte y pensando qué habrá más allá, creer en algo así es casi como una seña de identidad.

 

Todo empezó con Marco Polo. Él fue el primer europeo en hablar de una isla al sur del sur, que llamó Madagascar. Pero estaba confundido, seguramente con Mogadiscio, en Somalia. Porque Marco Polo no siempre decía la verdad, o, al menos, en algunos casos, no comprobaba mínimamente lo que leía o le contaban sobre tierras remotas que nunca visitó. Por eso afirmó, sin ningún tipo de rubor, que Madagascar era el territorio con más elefantes del mundo, o que los camellos eran el plato ideal de sus habitantes. Sin embargo, en la isla más grande de África no ves elefantes, leones, camellos, jirafas o hipopótamos. Es otro mundo, un mundo aparte. En las primeras líneas de mi diario escribí, antes de partir a esta isla: África que no es África, o África que no parece serlo. Al hacerlo no imaginé que esas palabras las repetiría más de una vez a lo largo de un mes, como una forma de atrapar lo asombroso de una tierra que aparecía ante mis ojos como una bendición. No lo esperaba y quizás por eso me enganchó desde un inicio, más rápido de lo que me había ocurrido en otros viajes.

            ¿Pero si no parece África, qué parece? La cuarta isla más grande del mundo, tras Groenlandia, Borneo y Papua Nueva Guinea, es casi un mini continente. Se originó a partir del supercontinente Gondwana (un antiguo bloque continental que resultó de la partición en dos de Pangea) y que, al extinguirse, dio lugar a las masas continentales de las actuales Sudamérica, África, Australia, Indostán, Madagascar y la Antártida. Su costa oriental se formó cuando África se separó de Gondwana hace alrededor de 165 millones de años. Más tarde, Madagascar se separó, intrépida, del subcontinente indio y, al hacerlo, su aislamiento favoreció la conservación de una enorme diversidad de especies. Esto hace que parezca perdida en el mapa. Según los científicos, el 90% de su flora y fauna no se puede encontrar en ninguna otra parte, y no solo por los baobabs, lémures o los camaleones. Únicamente su variedad en bosques te deja atónito: Gerald Durrell enumera desde selvas tropicales a monte bajo, pasando por bosques perennes de secano, bosques de espinos con más pinchos que un erizo y bosques pigmeos de árboles de tan solo quince centímetros. Una enorme riqueza biológica que ya de por sí estimularía cualquier interés viajero. De altiplanos a sabanas, de desierto a selvas lluviosas, la isla entera parece ser un gran parque natural donde la vida salvaje se acepta con la naturalidad de las cosas imperecederas, en palabras de Sergi Formentin.



            Todos los viajes tienen un origen. Y aunque siempre fantaseo con hacer girar el globo terráqueo y posar un dedo para que éste marque al azar la próxima aventura, aún no ha llegado ese momento. Éste encontró su motivación en la ilusión de unos compañeros de la expedición a Papúa, Jesús y Ana, grandes viajeros que, en uno de los últimos días en Sulawesi, al atardecer de una playa en Bira, lanzaron su deseo al aire, que al vuelo fue recogido por otros compañeros como Pacopé y yo. Los tres, Jesús, Ana y Pacopé, son grandes compañeros de viaje. Tienen buena conversación, curiosidad por lo que ven, divertidos, y no les agrada discutir. Su forma de viajar es parecida a la mía. Si bien llevo tiempo queriendo conocer Patagonia, su entusiasmo y la falta de concreción de otro viaje, me impulsaron a unirme a ellos.

            Para mí Madagascar era un enigma. Poco sabía de ella más allá de un lugar en ninguna parte, que es África pero también un poco de Asia, que es Índico pero también un poco del mar cálido del canal de Mozambique. Una tierra de contrastes, desde los altiplanos centrales de arrozales a la aridez del suroeste; de la majestuosidad silenciosa de los baobabs al norte verde de playas paradisíacas. Un pueblo formado por un conjunto de etnias de enorme riqueza cultural (merina, betsileo, tsimihety, sakalava, antandroy), que ha llegado a nosotros gracias a una tradición oral que sigue presente en las extraordinarias historias que puedes escuchar en boca de cualquier malgache al que prestes atención. Pero también un pueblo al límite de la subsistencia, uno de los más pobres del mundo, al que la supervivencia le lleva a arrancar de la tierra los recursos que millones de habitantes necesitan para calmar el hambre: talas y roturaciones indiscriminadas para el cultivo del arroz, la ganadería de cebúes o la obtención de leña para construir, cocinar y protegerse contra el frío. Una tierra que puede dejar de serlo para lémures, camaleones, baobabs e innumerables especies de flora y fauna.        Aunque se encuentra cerca de Mozambique, a unos cuatrocientos kilómetros, los primeros pobladores llegaron de Asia hace unos 1200 años, probablemente del extremo asiático, de Siberut (la más grande de las islas Mentawai, en Indonesia, a más de seis mil kilómetros de distancia), impulsados por las corrientes marinas y los vientos en embarcaciones tipo Kontiki. Este origen ayuda a explicar los rasgos orientales de una gran parte de la población, su lengua (el malgache, más cercano al sudeste asiático o las islas del Pacífico que a las lenguas africanas) y esa sensación que te inunda desde el primer momento de mirar de espaldas a África, como si no formara parte de este continente al cien por cien. Como si quisiera perderse del mapa, escaparse.

            Poco tiempo después, hubo migraciones bantúes desde el continente africano, fundiéndose con la población asiática y configurando esa doble pertenencia que caracteriza el rostro malgache. En una época donde los únicos habitantes de la isla eran avestruces de más de tres metros de altura, lémures y tortugas gigantes, todo empezó a cambiar. Los comerciantes árabes y persas, atraídos por su posición geoestratégica entre dos grandes continentes y las bondades de sus recursos y especias, establecieron colonias allí sobre el 1300. Y, al parecer, dieron el nombre a la isla: Al madina gaskaria (“la ciudad bonita”), que, con el tiempo, derivó en el Madagascar que menciona Marco Polo. Tras ellos, en su búsqueda de una ruta alternativa a Oriente que evitara el Mediterráneo, al doblar el Cabo de Buena Esperanza y avanzar por aguas del Índico, aparecieron los portugueses encabezados por Diego Díaz, aunque no lograron establecer una base duradera. Como reacción a tanta presencia extranjera, desde el siglo XV, las diferentes tribus de la isla empezaron a unirse iniciando los primeros reinos (Sakalava, Merinas… con reyes de nombres impronunciables), pero no pudieron evitar que, en el s. XVII, el noreste de la Isla se convirtiera en una de las bases para piratas más famosas de la época, donde, según Daniel Defoe, fundaron una utopía política llamada Libertaria. De hecho, en los siglos XVII y XVIII, toda esta zona fue un enclave importante de piratas y corsarios legendarios, como Adam Baldrige, Henry Every u Olivier Levasseur, cuyos navíos hundidos forman parte del patrimonio nacional. Y, entre ellos, sobresale la figura legendaria de William Kidd, el famoso Capitán Kidd, cuyo tesoro se encuentra en paradero desconocido en estas aguas desde hace 300 años, y que inspiró el personaje de John Silver el Largo en el libro «La isla del tesoro», de Robert Louis Stevenson.

A mediados del XVII se asentó la Compañía Francesa de las Indias Orientales, con el objetivo de controlar el comercio desde Cabo de Buena Esperanza hasta los mares de Oriente, en un lugar del extremo sur que denominaron Fort Dauphin (en honor del Delfín, el heredero de la Corona, futuro Luis XIV). No duraron mucho, sus enfrentamientos con los nativos malgaches y las enfermedades les llevaron a abandonar el lugar treinta años después. Y con todos ellos, como no podía ser menos, hicieron acto de presencia los misioneros, que fueron la presencia occidental mas duradera, aunque episódica, hasta que los franceses enarbolaron la bandera del colonialismo a finales del s. XIX. Su estancia en la isla se prolongaría hasta 1960, fecha en la cual la tierra roja logró su independencia. Un lugar de fusión, un cruce de caminos, una colisión de culturas, en palabras de Xavier Aldekoa, que convierten a esta isla, aún hoy, en una torre de Babel derramada y bañada por el mar. Una isla que parece querer escapar de todo, no solo del Atlas.

 




            Cuando te empapas de guías, libros y planos, rápidamente te das cuenta de que viajar por Madagascar no es fácil. No hay grandes infraestructuras de transporte, salvo un avión interno que une la capital, en el centro, con el norte. Las grandes carreteras son escasas, faltan indicadores, y lo común son pistas de tierra sujetas a las inclemencias del tiempo, que, aunque son toda una aventura, resultan incómodas por las largas distancias entre las escasas ciudades y los días que puedes tardar en desplazarte de un lugar a otro. La población local, malgache, utiliza los taxi brousse, minibuses que viajan abarrotados cuando se llenan, sin un horario estricto, y si bien es un excelente medio para conocer, y sentir, de primera mano el país, cuando se viaja con un tiempo limitado, en este caso un mes, hay que buscar otras opciones.

            Y ya no te digo preparar el inseparable macuto de viaje. Olisquear, buceando por internet, sobre las temperaturas de mi destino te deja con la sensación de que verdad voy a viajar a una isla al margen: del clima continental del interior, donde se encuentra la capital Antananarivo (en un altiplano que en ocasiones supera los 1000 metros), al subtropical de las costas, de la humedad de la costa este (más lluviosa y verde) al calor seco del oeste (más desértico). Conclusión: un petate donde las camisetas de manga corta y los pantalones desmontables dan la mano y abrazan con cariño a los jerseys y el forro polar.

            Al fin, el viaje. No es fácil imaginar todo lo escrito tras casi dos días de vuelos, retrasos y cansancio, cuando desde la ventanilla del avión aparece la silueta, enorme, recortada sobre el mar, de Madagascar. Tampoco al bajar la escalerilla del avión y respirar profundamente un aire fresco y húmedo que me regala una extraña sensación de familiaridad. Ni cuando haces las largas colas para pasar los controles y sellar el visado. Ni al conocer por fin a Valentina, a quien Gerardo (guía de Etiopía y amigo) me había puesto en el mapa como cicerone. Ni, mucho menos, en el largo trayecto desde el aeropuerto a Antananarivo, la capital del país.

 

Antananarivo

            Aunque no es una ciudad bien iluminada, tras el cristal del minibus que nos conduce al hotel se intuye la pobreza del país, la fisonomía de las grandes ciudades que han crecido sobre la base del caos, de las oportunidades y las necesidades, del deseo y la pretensión de un orden, de la historia y la economía. Creo reconocer postales de otras ciudades que me dibujaron esa impresión, de acumulación de edificios por construir o en ruinas, junto a moles arquitectónicas como salpicadas en un enjambre de miles de viviendas olvidadas por el ingenio urbano. Un par de grandes avenidas de las que salen cientos de callejuelas que tejen un tapiz de viviendas, solares o parcelas para el cultivo del arroz. Me atrae, tiene ese aire entre desorden, decadencia y un matiz de incertidumbre que tanto gusta a los viajeros.

            La ciudad, como si de una humilde Roma se tratase, se ha construido sobre la unión de una serie de cerros, valles y colinas que oscilan entre los mil y los mil quinientos metros. De ahí las continuas cuestas y laderas, bajo pinos y eucaliptos, y la presencia, entre construcciones de cemento, de mesetas y terrazas de arrozales. Y, como la ciudad eterna, encierra entre sus cerros una atractiva historia que invita a descubrir siempre y cuando sepas dejar de lado el caos, la polución, enjambres de personas que se desplazan de un lugar a otro o simplemente desarrollan su vida en sus puestos y trabajos ajenos a mi mirada curiosa. Apunto en mi diario, seguramente recuerdo de alguna lectura, que Tana (la denominación popular de Antananarivo) se presenta en un vaivén, como laberintos de vida que te llaman a gritos para que entres. Y accedo a la invitación.

            Entre humildes edificios de ladrillo rojo y barrios de chabolas, encuentras antiguos edificios coloniales y nuevas construcciones para empresas y palacios gubernamentales. Y en una de las zonas elevadas, y más tranquilas, se localiza nuestro hotel, el Louvre, una pequeña maravilla arquitectónica realizada por un discípulo de Eiffel. A pesar de una reciente remodelación, la construcción responde a todo lo que uno puede asociar a Eiffel, estructuras y vigas metálicas que recuerdan a las principales obras del conocido arquitecto.

            Por la noche, que se presenta casi por sorpresa a media tarde, cuando parece llegar la quietud, como una dulce sábana que cubre los edificios y las calles, empiezas a intuir en las luces amarillentas y anaranjadas, que intentan impedir que la luz abandone la ciudad, que la ciudad sigue viviendo pero de otra forma. Los intercambios ocultos, el trapicheo, el vagabundeo en busca de la necesidad o del deseo, no están presente en nuestro barrio, en una zona alta y acomodada. Pero sí lo está algún moderno bar para extranjeros y el mundo de la gastronomía, de la influencia francesa en el buen comer, y tomaremos buena nota de ello en nuestra intermitente estancia en la capital. Otro de esos contrastes que hace que África te atrape y haga contigo lo que quiera.

 


            Tonga soa (bienvenido). Es el momento en que los nombres sobre el papel adquieren el rostro y el cuerpo de los que van a ser mis compañeros de expedición durante casi un mes: mis viejos amigos Pacopé, Jesús y Ana; y un retazo de la geografía peninsular en los que adivino en sus ojos el mismo ansia de aventuras y descubrimiento que desde hace un tiempo reside en mi. Miriam, Guadalupe, Dani y Susana, Viçent y Dolors, Teresa, Anna, Esther, Miguel Ángel, y Oleana de origen ruso. Junto a ellos, Thierry, la mano derecha de Valentina, cuyo rostro refleja los rasgos merina, los más deudores de un origen asiático, y quien nos tiende su mano para conocer su país, su tierra, su gente.

 

Tsiroanomandidy.

            Tras una noche limitada a las presentaciones (del grupo, de la expedición y de las cervezas), al cambio de moneda (grandes fajos de billetes que te hacen sentir millonario) y al descanso, el camino se inicia con las primeras, y perezosas, luces de la mañana. Es el momento, abrigados ante el aire fresco, en que conocemos nuestra primera troupe, conductores de 4x4, cicerones de los caminos perdidos de esta gran isla. Cada uno es singular, elocuente, tímido, con carácter, rudo, silencioso. Con ellos, Valentina y Thierry, aprenderemos nuestras primeras palabras malgaches y nombres de pueblos (complicadísimos, Tsiribinha, Tsiroanomandidy; que apenas puedo garabatear en mi diario), su música, y, a través de sus ojos toda una forma de vivir de un país que aún no te pide o intenta venderte todo a las primeras de cambio.

            Como suele ocurrir en la mayor parte de África, las ciudades-capitales, más modernas y abarrotadas de población, salvo las costeras o aquellas con un pasado colonial (y cuyo encanto suele limitarse a zonas concretas), no es que destaquen por su atractivo, así que al iniciar el camino a recorrer el país agradecimos los primeros trazos de paisaje de la gran isla al son de canciones africanas en el reproductor del coche. Prepararse a ver la vida pasar. Uno a veces se siente un perfecto idiota con el diario, bolígrafo y cámara de fotos, como si fuera un Kapuscinski de cómic, pensando que mi relato no es que vaya ser el definitivo pero si uno que contenga verdad y emoción. Buscando un paisaje, una historia, que leí hace tiempo y que hace años que ha desaparecido. Cada vez siento más respeto al escribir sobre los sitios por los que viajo, porque, en realidad, no sé nada. La realidad te pone en tu sitio.

            Cada solar de la ciudad, sea en llano o en ladera, parece ser el lugar idóneo para plantar arrozales, porque, en esta tierra, comer es sinónimo de arroz. No de maíz o mandioca, como ocurriría en tierras africanas continentales. Muchos transeúntes, de pelo oscuro y lacio y ojos y piel cobriza, refuerzan esa huella asiática. Por lo demás, comparte ese espíritu de ciudad a medio construir y un tráfico endiablado de muchas ciudades africanas y del sureste asiático. Al menos la lentitud en el avance permite intuir el perímetro de uno de los principales puntos de Tana, el Lago Itosy (Anosy). Lo que podría ser un lugar apacible enmarcado por bellas jacarandas, se ha convertido en uno de los centros neurálgicos de la ciudad, alrededor del cual se desplaza el tráfico sin orden ni concierto, una marea de coches y personas que si te descuidas te engulle durante horas y horas para dejarte claro que has entrado en un mundo en el que la palabra prisa no existe.


            Lentamente, logramos salir de la capital. Dejamos atrás un río en decadencia, casi como una sucia frontera entre el mundo urbano y la promesa de un mundo a las afueras que descubrir. Las mujeres lavan ropa mientras el juego de los niños con el agua los convierte en entrañables centinelas de una tierra de paso. Circular por la carretera bajo un cielo despejado e infinito despierta de nuevo el sentido del viaje por tierras africanas y asiáticas: coches de segunda mano junto a carros tirados por bueyes, ladrillos de arcilla secándose al sol, personas escondidas bajo tejidos de mil y un colores esquivándose mutuamente en un cruce continuo de animales, perros y mercancías, de bidones vacíos en busca de agua y hatos de tela o capazos de verduras que ojean mercados. Como ocurre con la mayoría de los países africanos, la vida en Madagascar no funciona con prisas, sino más bien todo lo contrario, al ritmo del mora mora (poco a poco), una expresión que de forma inmediata entra a formar parte no solo de tu vocabulario sino de tu rutina diaria. Un proverbio africano dice: “vosotros, los europeos, tenéis los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo”, nos recordó Vicenç. En verdad, como leí en más de una entrada de internet a la hora de preparar el viaje, esta debe ser una expresión que los malgaches inventaron para evitar caer en la desesperación, que a fuerza de repetirla como un mantra tibetano, ayuda a combatir sin hundirte en la miseria la lentitud en la forma de vivir y hacer las cosas en la Gran Isla. Sea como sea, en Madagascar uno puede intuir cuándo empiezan los viajes, pero nunca cuándo terminan.

            Dejar atrás la capital es abrirse al hermoso paisaje de Madagascar, a sus distancias infinitas, cielos brillantes y montañas de roca viva que dan paso a ríos o secas planicies de tierra que parecen engullirte en nubes de polvo rojizo y amarillento. Pero el inicio de este viaje tardó en mostrar sus beldades: las primeras colinas se presentan desnudas, erosionadas, y las zonas bajas parecen más barrizales que los hermosos bosques que uno espera. Es el altiplano, la única vegetación que se avista alejados de la ciudad son las palmeras ravenala y una hierba amarilla, casi seca, sobre tierra yerma. Tan solo la presencia de pequeños pedazos de bosque, diseminados en las grandes extensiones que se adivinaban desde mi ventanilla, me recordaba que Madagascar había sido una tierra de bosques.



               Hoy, sin embargo, hay pocos árboles. Es por ello que entiendes porque llaman a esta tierra la Isla Roja (l´île rouge): en su interior arden hasta las noches, revelando una tierra rasurada que saca a la luz un suelo rico en hierro, de una tez roja, salpicada de ocres y amarillos, que aparece por doquier ante la falta de árboles y flora. Para una población con pocos recursos, la madera es su única fuente de energía, y quemar la vegetación también sirve para que crezca la hierba que alimenta al ganado. Es la tragedia de la deforestación. Ojalá, aunque perdiera el encanto del nombre que la singulariza, regresara el nombre de la Isla Verde. Y yo, como la mayoría de sus etnias, empiezo a mirar al cielo y el horizonte, buscando respuestas. Mientras, el camino sube y baja, entre curvas, terrazas de cultivo y arrozales, salpicados por pueblos de casas de arcilla y adobe, puertas y ventanas de madera, techos de juncos, o edificios de ladrillo. Algunas aldeas de adobe son tan pequeñas que cuesta identificarlas, desde la lejanía, sobre todo cuando la tierra es árida y reseca, en horizontes donde lo más parecido a un árbol son troncos raquíticos.

            No necesito muchos días de viaje para comprender que el arroz es una forma de vida en Madagascar. La presencia de arrozales, desde el centro de la capital a cualquier tramo de nuestros trayectos, es signo inequívoco de que es una parte esencial en su dieta. Pero arroz no es solo alimento. Los niños utilizan los sacos del cereal como bolsas donde guardar los libros del colegio y, una vez vaciados en el aula, como esterillas para sentarse. Y lo mismo ocurre con la religión: es común ver en los márgenes de carreteras y caminos, incluso en los más aislados, pequeñas vírgenes o santos en estructuras de piedra y madera a modo de hornacinas. A lo largo de los días siguientes, esta percepción se matizará con la idea de la superstición y de los tabúes, tan presente en la vida local.

            No es fácil viajar por la gran isla, sus carreteras, cuando las hay, no están bien pavimentadas, y lo más frecuente es encontrar pistas de tierra que dependiendo de las últimas lluvias u otras inclemencias del tiempo, sean más transitables o menos. Por eso se hace indispensable contratar conductores con todoterreno. Es difícil coger un coche por tu cuenta, has de saber de mecánica, controlar GPS y los caminos y rutas, estar preparado para cualquier imprevisto (desde parones por el fuerte sol a atascos en el barro).

            Por ahora tenemos suerte, viajamos por la Route N7, una de las más importantes del país. La carretera hilvana pequeños pueblos que parecen casi abandonados hasta que descubres en el interior de sus muros una vida que se oculta al sol, y que hace discurrir su rutina sin inmutarse por el paso periódico de transportes de mercancías o de algún cuatro por cuatro de locos viajeros como nosotros. Casas de ladrillo o adobe con tejados a dos aguas y pequeños balcones que parecen deshabitadas en un primer vistazo pero donde hileras de humo y útiles de labranza y hogar revelan la existencia de una vida interior que escapa a nuestro rápido ojo viajero. Desde la ventanilla tengo la certeza de que hay mucho por ver, que esta isla ofrece demasiado, y no tengo medios, ni el tiempo. Así que me abandono al encuentro, sin expectativas. No sé si será la mejor opción, pero es la más viable para mí.




            Siempre llevo algunas lecturas cuando viajo a un país, desde libros (la mayor de las veces) a artículos de periódico impresos o grabados en la memoria de mi móvil. Me ayudan a entender mejor los territorios que camino, a soportar con estoicismo las largas esperas de aeropuertos o traslados, e incluso para conseguir conciliar el sueño cuando el clima o las condiciones me lo ponen difícil. En esta ocasión me acompaña el naturalista Durrell y varios extractos de noticia que me ponen al día sobre la deforestación y el hambre. Leo que Madagascar es peculiar, no sólo porque haya tenido un presidente que fue DJ o por el descubrimiento casi continúo de especies endémicas, sino por los contrastes entre las diferentes zonas del país o el origen de sus etnias, que hacen que el trato al extranjero pueda variar de un área a otra. La insularidad y la falta de infraestructuras de comunicación entre diferentes regiones permite que algunas poblaciones vivan más aisladamente y preserven una cultura propia. Imagino que aquellas tierras más desarrolladas estarán más acostumbradas al viajero que algunos pueblos del interior o el sur. Hasta este momento, pocas veces he oído que se dirijan a nosotros como vazaas o vazaha, nombre que los malgaches dan a los extranjeros, y que significa literalmente blanco. Al fin y al cabo, es una de las primeras palabras que se aprenden en África. Nuestra piel de vazaha no deja de ser un reclamo, pero siento que en este país la mayoría de las zonas están más que acostumbradas a la presencia occidental, aunque haya algunos niños de aldeas perdidas que se queden pasmados al vernos. No es la época precolonial ni yo soy Livingstone.

            Pero esto no le resta un ápice al espíritu de aventura que tiene el grupo, ni al hecho indiscutible de que estamos en una isla que aún conserva territorios vírgenes y salvajes. Ese es nuestro horizonte y lo que me recarga las pilas al grito de lore lore maku maku, cancioncilla que en un momento de risas convertimos en el emblema de nuestro grupo y que triunfa de una forma curiosa en el público malgache. Al atardecer, en un pequeño pueblo en ruta en el que paramos para estirar un poco las piernas, tenemos ocasión de entonarla. Con la idea de recorrer el pueblo y familiarizarnos con su arquitectura de barro nos vemos asaltados por un grupo de niños sonrientes. Acuden hacia ti, primero tímidamente, luego corriendo, hasta formar un buen grupo al grito de vazaha! (blanco). Nos alegramos, las risas infantiles tienen el sonido de África. La cámara llama la atención, seguramente algunos la han visto anteriormente y saben que su imagen puede quedarse fijada en la pantalla. Solo queda que hagamos el payaso, les saquemos alguna foto y la mostremos de forma teatral. A cada flash estallan gritos y risas de júbilo, y cuando enseñamos las fotografías a través de la pantalla de la cámara, las expresiones de alegría se extienden por todo el pueblo. Han decidido que nuestras cámaras y las fotografías son el pasatiempo del día, y entre infinitas sonrisas, carcajadas, ojos brillantes, manotazos, algún que otro agarrón y múltiples y curiosas formas de llamar la atención, posan para mí, y para ellos, y para el mundo, en unos minutos que por sí mismos le dan sentido a todo un viaje.




          

  De este modo llegamos a Tsiroanomandidy, una ciudad a unos 200 kms al oeste de Tana, en la región de Bongolava, dejando atrás campos sin fin de un brillo rojizo. Instalados en un alojamiento cerca de un gran horno de pan, el cansancio pesa, y para luchar contra él, en la espera del alimento y el descanso, Thierry se lanza a darnos unas pequeñas pinceladas sobre la cultura malgache. Hablar con Valentina (lleva mucha África a sus espaldas, en su mochila) y Thierry es conocer, y comprender, parte de este país. La ilusión y destellos de alegría que puedes observar en su mirada resume el carácter de un pueblo que afronta con esperanza el futuro, que confía en si mismo para lograr sus sueños. Pero también lo es la resignación, cuando habla de lo difícil que es salir del país o la necesidad de avanzar, de luchar en cada guía o en cada proyecto, por prosperar ante mil y un obstáculos.



A Thierry le gusta hablar de sus tradiciones, e impulsado por Valentina, aprovecha cualquier momento para contarnos algo. Esta tarde nos explica que Madagascar, a pesar de ser un país con mayoría cristiana, aún tiene muy presente sus raíces animistas, que han abrazado durante siglos las creencias de sus habitantes. Esto, combinado por el respeto y culto a los ancestros, hace que muchas formas de hacer las cosas (desde los entierros a las construcciones), se hagan de acuerdo a las costumbres, aunque ello suponga dejar de lado la modernidad, sino se quiere romper el fady y recibir alguna maldición. Intenta familiarizarnos con los fady (prohibiciones a medio camino entre un tabú y una superstición) y evitar de este modo algún malentendido: decir algunas palabras, hacer determinados gestos, tocar objetos concretos o el consumo de ciertos alimentos (como el cerdo, por su impureza) se perciben como una falta de respeto, incluso aunque, probablemente, la gente local no te llame la atención. Y todas traen consecuencias negativas o trágicas si lo haces. Ejemplos son el árbol del tamarindo, un intermediario con los ancestros: tocar la cabeza de los niños desde bebés hasta los tres o cuatro años (llevan un corte de pelo especial para tener conexión con los ancestros y protegerlos de los malos espíritus); no se puede señalar con el dedo en un lugar sagrado (es una falta de respeto a las almas de los antepasados), etc. No es de extrañar que los malgaches llamen a la Isla, Tany D’razana, la tierra de los ancestros. Como buen alumno, apunto en mi diario todo lo que puedo, no me gustaría ser maldecido en tierra extraña. La cultura en esta Gran Isla es tan rica y diferente, tan variada, que recuerda a su naturaleza. Quizás por eso presenta una conexión profunda con la tierra.

Abre su discurso con los pilares malgache: música, familia, cebú y arroz; y la importancia de rituales como el de las exhumaciones de los muertos y el de la circuncisión (los hombres no circuncidados no pueden heredar ni enterrarse en las tumbas familiares). En esta práctica, la edad para hacerlo varía según la zona, pero lo que más llama la atención es que tradicionalmente el abuelo paterno se coma el trozo de piel circuncidado al nieto, en alegoría de transmisión de la vida, mezclado con un trozo de plátano, por su simbología con el pene y la fertilidad como buen augurio (¡¡quién sabe si por suavizar el sabor!!).

Sobre el rito de las exhumaciones, conocido como Famadihana (procesión de los huesos), Thierry nos relata que es un reflejo de la actitud positiva ante la muerte de su pueblo. Los malgaches, o una parte importante de ellos, creen que deben exhumar de sus tumbas a los antepasados con la intención de honrarlos a través de fiestas y rituales, para luego volver a enterrarlos. Esta ceremonia se realiza una vez cada 5 o 7 años. El pueblo baila y canta, acompañados por bandas de músicos, se lavan los cadáveres, o esqueletos, los perfuman y se envuelven con nuevas mortajas, mientras se les habla o pasea por la casa o el pueblo. Se honra a sus muertos porque influyen en el devenir de los acontecimientos de los vivos, porque proceden de su sangre. Conseguir su favor puede facilitar mucho la vida: mejorar las cosechas de arroz, cuidar del ganado o el hogar. La autoridad omnipresente de los ancestros llevó a Jacques Cousteau a denominar Madagascar como la isla de los espíritus. Estos rituales dan fe.

Cierro los ojos y, en el calor de la habitación, recibo el sueño pensando que en Madagascar sus muertos aún controlan a los vivos. Y, como en pocos lugares del mundo, el ciclo de vivos y muertos se encierra en un círculo perfecto.

 

Belovaka.

            El sol apenas ha salido cuando nuestros pies pisan las calles de Tsiroanomandidy, en busca del mercado y tortas de arroz para el desayuno. Tsiro, como la nombran aquí sus habitantes, los sakalava (la gente del valle largo), se viste más de África, tanto en los rasgos de su gente como en su cultura. A la sombra de rebaños de cebúes, surgen puestos de ferretería, legumbres, plátanos y piñas maduras, que abren sus sábanas, a modo de pequeños comercios, hacia nosotros, desperezándose ante el nuevo día. Antes de que nos demos cuenta estamos de nuevo dentro de los 4x4 dirección a Belovaka, la población que abre el paso hacia las colinas escarpadas de Lavaka.



Con ese objetivo, dejamos atrás la carretera para dirigirnos a través de pistas polvorientas rumbo al oeste volcánico y desértico, atravesando el altiplano. El camino no es difícil, sino, a ratos, casi imposible: cruce de ríos, polvo, desniveles imprevistos y surrealistas, más polvo, tramos en los que es necesario bajar para aligerar peso, de nuevo polvo, vehículos tirados en la cuneta ante la imposibilidad del avance, y cómo no, polvo. En estos largos trayectos de pista, cuando paramos a estirar las piernas y descansar de los saltos y vaivenes derivados de los socavones, en medio de un paisaje desértico y escarpado, siempre aparecen dos palabras de Valentina PUTA NADA. Y, bueno, lo cierto es que esas dos palabras son las que más se amoldan a la realidad que vivimos. Al bajar del todoterreno, en esas frecuentes paradas, Pacopé, Jesús, Ana y yo, llevamos tanto polvo en camisetas, pelo, incluso partes de mi cuerpo donde jamás sospeché pudiera penetrar el polvo, que apenas nos podemos diferenciar de los cristales, retrovisores y llantas embarradas por las salpicaduras de los charcos de agua y la tierra del camino. Pero bueno, esto es una expedición, y no queda más que disfrutarlo.

 






Las pistas de tierra nos hacen comprender que distancias que los mapas prometen pequeñas se transforman en viajes de aventura escondidos de la tiranía del tiempo del reloj. Y avanzando en nubes de polvo se nos hace de noche sin llegar a nuestro destino, por lo que improvisamos un campamento en la cima de una de las colinas. Es noche cerrada, el ocaso ha dejado su último haz de luz llegando allí, y nos reciben las linternas y las velas encendidas, luces nítidas en la oscuridad, que recuerdan cuadros del tenebrismo barroco. El viento arrecia y unas pequeñas hogueras, para desforestar y preparar la tierra para el cultivo en las laderas, parecen descontrolarse. No es el mejor de los escenarios para ponerse a descansar, pero aún quedaba la cena y música tradicional, donde tomamos contacto por primera vez con el kilalaky, la danza más común y conocida de Madagascar, a base de un ritmo rápido y frenético asociado a la caza del cebú. No hizo falta bailar, el cansancio invita a mecerte por el fresco de una noche estrellada que acaba con los fuegos e invita al sueño.

 

Trek Colinas Lavaka- Ankavandra- Manambolo

 


            Los primeros rayos de sol acariciando la lona de mi tienda me hacen abrir los ojos. La vida hace rato que ha llegado al campamento, porteadores, conductores y gente local transitan entre desayunos, baños improvisados y los preparativos de la ruta de descenso hacia Ankavandra. Al salir de la tienda, puedo contemplar con más nitidez lo que la oscuridad de la noche anterior me había impedido apreciar: estamos rodeados por un paisaje escarpado de barrancos y colinas herbosas, formado por el socavado de aguas subterráneas. Son las colinas de Lavaka (gran agujero en malgache), pequeños cañones como heridas causadas por la erosión tras continuos períodos de quema y cultivo, que ya han quedado mimetizadas con el paisaje.



Dirección al río, iniciamos un pronunciado descenso ayudados por porteadores. Bajando, las vistas del valle son sobrecogedoras y, cuando llegamos a él, el camino se torna tranquilo, cruzando pastos, pequeños poblados, senderos bajo diminutos árboles de sombra huidiza, y ramales del río que hay que atravesar descalzándose, ante la sonrisa traviesa de los niños, porque el agua llega a las rodillas. Poco a poco abandonamos el altiplano, a través de un agradable paseo en el que es frecuente encontrarte con los habitantes de la región que caminan por los senderos, el único medio de comunicación en esta zona retirada.



Ankavandra resulta ser una aldea apacible del oeste de Madagascar, en la región de Menabe, situada a los pies de la meseta de Bongolava y a orillas del río Manambolo. Según leo, y nos cuenta Valentina, este enclave fue importante en otra época gracias al cultivo del algodón y del tabaco, pero hoy en día ha caído en el olvido, dejando una pequeña ciudad en decadencia que sobrevive gracias a las expediciones en canoa por el río. Llegamos antes de mediodía, sometidos a las inclemencias del sol, lo que trae consigo que la poca vida que apreciamos se desarrolle al amparo de las sombras de los aleros de las casas. Como suele ocurrir, son los niños los que se prestan de guía, salam vahaza!!, entre gritos, juegos, carreras, ante la sonrisa plácida de sus madres que vigilan desde puertas y ventanas. Almorzamos en el pueblo, pero antes nos dirigimos al decrépito centro de Salud, un pequeño lujo al ser capital de distrito. Bajo desconchados carteles de sanidad, dejamos medicamentos y termómetros, donaciones de un centro de acogida que trae nuestro compañero Miguel de Burgos, y regalos de grupos anteriores de Valentina. El silencio en la visita al centro y la sala de maternidad, es más elocuente que nuestras palabras para hacernos ver las necesidades y carencias del distrito.

Del pueblo en que comemos y nos cambiamos para la etapa fluvial, partimos hacia el cercano río. No es más que una leve caminata, salpicada de pequeñas charcas de agua, que transitamos de forma festiva, cogidas nuestras manos por los niños del pueblo. Es el punto de partida de nuestro descenso en canoa por el río Manambolo. Un río que nace en las Tierras Altas del centro de la Gran Isla para desembocar, tras 250 kms de recorrido, en el Canal de Mozambique.

           



MANAMBOLO

            En la explanada terrosa junto a la orilla del río, medio pueblo parece esperarnos. En verdad, están organizando nuestra partida: familiares de los remeros, vendedores de última hora, decenas de niños para los que nosotros somos el espectáculo del mes. Todo un pueblo brota del río. El grupo de remeros, bastante jovial, espera, con una cierta impaciencia, ver a qué turista o viajero va a ser asignado. La misma impaciencia, y, por qué no decirlo, inquietud, que presentamos nosotros. Los gritos se suceden a los murmullos de forma continua y variable, por lo es casi imposible distinguir si son conversaciones sobre nosotros y nuestras pintas o instrucciones sobre la organización del trabajo y la disposición de las canoas y las mercancías. Poco importa, porque a los poco minutos todo se calma para dar paso a un ritual (fomba) tradicional que bendice la ruta y llama a los ancestros o espíritus a que nos guíen por el río. Como si fuera un bautizo, debemos elegir un nombre para designar nuestro grupo en el ritual. La noche anterior habíamos decidido que ese nombre fuera lamaku (“todos unidos” en malgache), por lo que coreamos lamaku sin cesar para que no olviden nuestro nombre los buenos espíritus. Llega un momento en que nos ponemos en fila, casi como en un expositor a lo largo de la duna de un banco de arena, y nos asignan canoa y remero. Juventud y mediana edad, cuerpos fibrados y algunos con sobrepeso, se alternan en las asignaciones, que, a día de hoy, sigo sin conocer a qué criterios responden. Me toca Erik, uno de los dirigentes, de mirada inteligente y hábil en las maniobras. Aunque lo único que me preocupa al subir a mi barca y coger el remo es no caerme, y no dejarme la vida al remar.



No es mi primera vez en una piragua o canoa, aunque tengo más experiencia con un kayak, y precisamente por eso, por saber de primera mano la exigencia física que requiere el desplazarse sobre un río a través de este medio, tengo una ligera preocupación sobre si la navegación será modo paseo, modo competición o modo dios sabe qué. Me tengo que hacer al remo, y el remo a mí, para evitar sobreesfuerzos o pequeñas lesiones, y eso requiere un tiempo de aprendizaje. Aparte del remo, uno para nosotros, que nos situamos delante, y otro para los remeros, que se colocan detrás (la mayoría de etnia sakalava, nómadas y habituados al río); ellos suelen llevar un palo alargado de madera (rama sólida o pértiga de bambú), parecido al de los gondoleros, con el que remontan el río ya solos, una vez han hecho el descenso, durante otra semana. El cauce, en estos primeros compases, es muy ancho pero hay muy poco caudal, las canoas se quedan encalladas cada poco en los bancos de arena que se forman y hay que bajar y empujar. Definitivamente, no va a ser un paseo relajado, y, en el fondo, me gusta, es lo que demanda una aventura fluvial.

Asegurado el equilibrio y el ritmo de paleo con mi compañero Erik, empiezo a descubrir cosas de él. Me fascina la tranquilidad con la que se desenvuelve, cómo parece leer las aguas como si fuera un libro abierto, y cómo, sin aparentarlo lo más mínimo, está pendiente de todo lo que ocurre en la canoa. En mi mente surgen decenas de preguntas y es aquí donde empiezan las dudas sobre la comunicación, el idioma a utilizar más allá de los gestos indio navajo. Pronto descubro que la comunicación no es problema. Todo sirve, mezclar palabras en inglés y francés, señalar, cantar, y lo que más me gusta: interpretar el gesto y la sonrisa. Y, de este modo tan rudimentario pero efectivo, voy conociendo respuestas.

            Las últimas horas de la tarde se desarrollan con tranquilidad. Ver avanzar las piraguas mientras el sol se va retirando, me produce una sensación de serenidad. A primera vista nadie podría adivinar que son auténticas casas flotantes. En sus entrañas se esconden tiendas de campaña, sacos de dormir, utensilios de cocina y, dado que no es fácil encontrarla en ruta, la propia comida (en la que no puede faltar pollos y patos malgaches, que uno observa en todo desplazamiento que se precie, sea en taxi brousse, camión o motocicleta).





Al finalizar la jornada, antes que anochezca, acampamos en las playas de arena blanca que se forman en los meandros del río. Sonrío al recordar los campamentos en las dunas de arena que bordean el río; las risas mientras nos bañamos y lavamos la ropa en el agua achocolatada, con los secaderos improvisados construidos por Jesús; partidos internacionales de voleibol; las conversaciones en el espacio común construido por tres piraguas bocabajo a modo de asientos y parapetos, perfilando una lona de plástico fino que servía de mantel y zona de juegos; las sorpresas en las cenas, a menudo a base de tilapia pescada en el río; y la vieja tetera plateada repleta de mojito malgache receta de Valentina, antídoto para el cansancio y pócima para, descalzos bajo la noche estrellada, contar historias e imaginar sueños.

 


Nuestro destino es Bekopaka, la puerta de acceso al parque natural de los Tsingy de Bemaraha, a unos 120 kms aproximadamente. Con él en mente, los días del descenso pronto adquieren la dulce cotidianeidad de un modo de vida: madrugamos con los primeros rayos de sol, desayunamos y antes de que cante un gallo (que no tardaría en acabar en nuestra cazuela, todo sea dicho), nos lanzamos al agua. El cauce del río es ancho, y, la mayor parte del tiempo, no tiene un gran caudal, al menos al inicio, pero el recorrido es diverso: zonas de poca profundidad donde era frecuente encallar en el lecho de arena, lo que te obliga a bajar y empujar la piragua andando sobre bancos de arena para volver a subir en cuanto se coge fondo; otros provistos de gran vegetación tropical; o pequeños tramos de fuerte corriente que alivian el remo dejándonos llevar. Seguramente, en el pasado, el río fue utilizado como un medio de transporte para la población local o incluso para conexiones coloniales del interior. Lo cierto es que, al no tener su nivel máximo, la navegación es muy tranquila, y, por ello, no es común ver embarcaciones de carácter comercial, salvo las pequeñas canoas de madera (un tronco de árbol vaciado y estrecho) de la población local que hacen sus rutas o pescan (colocando y recogiendo redes, trampas para gambas o cangrejos, intercambios de productos entre orillas y poblados).

El río es de agua y tierra, y recuerda a esas aguas color chocolate o café con leche que encuentras en tierras africanas, de los que esperas, en cualquier meandro o burbujeo, ver asomar un peligro. Los primeros días, alguna onda o burbuja inusual, me hace estremecerme de forma inconsciente mientras mi mente imagina mandíbulas de cocodrilo a punto de surgir. Aconsejan bañarse en las orillas y vigilando, e incluso, antes de sumergirte en el agua, dar un palazo con el remo sobre la superficie del agua para ahuyentarlos en el caso de que estén semienterrados en la arena o cerca de la piragua. Uno no sabe como tomarse estas advertencias, de hecho como Valentina, Thierry y los remeros suelen bromear con el asunto, llego a creer que no hay problema y que son historias para adornar el trayecto, hasta que en una de éstas Valentina nos enseña en su móvil una fotografía del descenso del año pasado en que transportó un cocodrilo amordazado en su piragua. Desde ese momento, no desdeño el consejo y sigo estando atento a las ondas y burbujas inusuales a mi alrededor.



            Dejando de lado esos esporádicos miedos, la mayor parte del tiempo nuestros ojos se dedican a apreciar la naturaleza. Aunque los lémures y camaleones son las estrellas de la función faunística, en Madagascar existen casi doscientas especies de aves, de las cuáles un tercio son endémicas. Un paraíso para Esther, nuestra fotógrafa particular de aves, o para Vicenç, un maestro en lo que se refiere a la fotografía de flora y fauna; bueno, un maestro en mayúsculas en cualquier aspecto de la vida. Tranquilo, prudente, es siempre una presencia protectora, maravillosamente acompañado de Dolors, un tándem con el que las buenas conversaciones, las risas y el espíritu aventurero están garantizados.

            Con ellos nos dedicamos a avistar bandadas de garzas blancas, rapaces, o los colores vivos del martín pescador, a cantar en grupo (lore, loreeeee…) o reflexionar a solas. Sobre el martín pescador, leo una hermosa historia malgache. En el sur de la isla dos pueblos, los bara y los antandroy, estaban en guerra. Uno de los guerreros del pueblo bara, huyendo de sus enemigos, se adentró en un lago y dejó sólo su nariz fuera, para poder respirar. Los antandroy vieron que una nariz sobresalía del agua y fueron rápidamente a apresarlo, pero, de pronto, un martín pescador se posó sobre ella disuadiéndolos de que allí había alguien sumergido. En agradecimiento, el hombre que sobrevivió emitió un juramento: “maldito sea el que, entre mis descendientes, mate o coma el vintsy (martín pescador en malgache), porque me ha salvado la vida”. Desde entonces, el martín pescador es fady (tabú) entre los bara. Nadie lo come por miedo a la maldición de sus antepasados.



            Pequeñas historias que otorgan al río y su naturaleza un carácter mítico y que ayudan a sobrellevar el paleo. Lo normal son unas siete horas de remo, con parada para comer. Dependiendo del sol, el ritmo o las leves corrientes, la llegada a las playas o dunas para acampar pueden ser más o menos intensas. El cansancio, sobre todo los primeros días, hace mella. El no saber hacia donde te diriges, la hoja de ruta, si vas agotado y te duele la espalda o los brazos, y se suceden los meandros del río sin parar, en ocasiones causa frustración. Solo puedes confiar en Valentina, en cómo lee el río como si fuera un libro de aventura, en su sonrisa perenne.






            En esos momentos, sobre todo al acabar la jornada, el bañarse para descansar del calor es casi un ritual. Da igual que el agua terrosa no de sensación de limpieza, uno se refresca y descansa, y eso ya merece la pena. Poco a poco, el cuerpo se sincroniza con los ritmos de la naturaleza: levantarse al alba y acostarse en el ocaso. Y, poco a poco también, el río se convierte en casa, y mis compañeros en familia. Cada día regala un lazo, un vínculo, que va construyendo ese sentimiento, ese espacio. Un paisaje, unas canciones a pleno pulmón bajo el ritmo del golpe del remo en la canoa, una conversación, la necesidad de crear un hogar lejos de todo, pero cerca de uno mismo. Y, en este nuevo hogar, cada noche volvemos a mirar al cielo, a la noche estrellada, como ese abrazo que te arropa y te hace sentir bien. No dejo de pensar que donde vivo, la mayoría de las estrellas se ha vuelto invisible a mis ojos. Y valoro estas noches como el ciego que recupera la vista tras años de enfermedad.

            Escribe Joseph Conrad que “sin duda, mirar las estrellas es una ocupación interesante, pues nos lleva al límite de lo alcanzable”. Y esa ocupación, tan antigua como el propio ser humano,  me parece casi un acto de magia. Y donde hay magia suele haber un mago. Y sí, lo tenemos, y se llama Vicenç. En una tierra donde las constelaciones se invierten, ¿qué se puede esperar de una noche mágica y de un mago fotógrafo? Nunca creí que algún día sentiría las estrellas tan cerca que casi podría tocarlas. No sabía que Madagascar, en los días de remo por el río Manambolo y en las noches donde la arena era mi lecho y el cielo mi sábana, me regalaría una de las mejores experiencias de mi vida. Alzar los ojos y sentir que la Vía Láctea lo ocupa todo. Sentir la belleza infinita de la luz que emite el universo. Y creer que es imposible contar un sentimiento. Mi vida está ahí, mis sueños de viajar y conocer, en esas estrellas que acarician mi cabeza. Gracias Vicenç por este regalo en forma de fotografía, por convertirte en mi amigo y por hacer que un niño que se perdía por los tejados alcanzara por un momento el cielo y las estrellas. Gracias por enseñarme que las estrellas pueden ayudarme a soñar de nuevo. No puedo evitar cerrar los ojos esa noche recordando los palabras del Principito: “me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que, algún día, cada uno pueda encontrar la suya”. Y, arrullado por el rumor del río, concilio el sueño creyendo que he encontrado la mía.

 


            Conforme avanzan las jornadas, nos vamos conociendo mejor, e incluso aprendo a interpretar los bruscos cambios de rumbo de Erik (algo le interesa de la gente de las orillas con quien conversa a voz en grito: fruta, arroz, bebida) o el ritmo de la palada (acelerar o pausar y así acercarse a otros compañeros de canoa para hablar, pedir tabaco -cualquier cosa sirve para fumar-, o relajarse entre bromas malgaches). Mientras, entre los brillos del agua, a veces divisas pequeños poblados sakalava en los márgenes del río, mujeres pescando con telas de mil colores que brillan al sol, y niños bañándose o sentados en las dunas vigilando rebaños de cebúes que beben o, esporádicamente, cruzan el río a través de vados de arena. No es raro que estos niños te observen en una actitud de curiosidad e incluso miedo. Eso nos hace suponer que, quizás, no están muy acostumbrados a ver vazaha, personas blancas. Pero lo normal es descubrir rostros de bienvenida y alegría, alzando sus brazos para saludarte, a los que respondes con el mismo gesto y sonrisa.




Visitamos un par de esas aldeas, cuya rutina diaria se modifica con nuestra presencia. Los sakalava son una etnia de antiguos orígenes árabes e indonesios, cuyo nombre significa “los del valle largo”. Viven de la agricultura y la ganadería de cebúes, y normalmente poseen un árbol ceremonial protector. La primera de esas aldeas parece ser un poblado de verano (en invierno lo cubre el río por las lluvias), y durante el recorrido Valentina y Thierry, entre abrazos a los niños que acuden curiosos, nos explican sus costumbres: el colgante mágico elaborado por el sabio de la aldea que lleva un pequeño, con restos de sus ancestros; los matrimonios con jóvenes adolescentes que rápidamente quedan embarazadas para dar continuidad al clan y fuerza de trabajo, pero que crían solas; la importancia del tamarindo y la madera…Una forma de vida que se revela ante nosotros y que me recuerda poderosamente otros poblados que conocí en Papua Guinea. Nuestras impresiones se amplían ante la visita de Akilanana, una de las aldeas más antiguas de la zona. Aquí se asentaron los vazimba que fueron los primeros pobladores de la isla y de los que descienden los actuales sakalava. No se sabe mucho sobre este pueblo más allá de la tradición oral. Según cuentan mantienen su aislamiento, en un principio para huir de la trata de esclavos, tras la llegada de los franceses para no trabajar para ellos y, desde la independencia de Madagascar, para no pagar impuestos. Lo que si está claro es que se asentaron en esta zona, donde además quedan huellas en las cuevas de la zona de los Tsingy. Bajo techos de palma, se suceden viviendas en cuyas puertas encuentras jóvenes con rifles, en signo de masculinidad, y mujeres, algunas casi niñas, con sus bebés cubiertos por coloridas mantas a la sombra. Algunas de ellas llevan la cara pintada con barro y texturas para protegerse del fuerte sol, una tradición que comparten con la etnia vezo y que, en ocasiones, se transforma en unos coloridos dibujos de pintura blanca y amarilla. De nombre masonjany, esta hecha de la corteza triturada de los árboles con barro, a parte de proteger la piel del sol y los insectos (mosquitos), en algunos grupos tiene fines decorativos. Viven del pescado que sacan del río y de la fabricación y venta de ron artesanal (con caña de azúcar y fruta de tamarindo fermentado, en simples alambiques). A lo largo del poblado distingo las piedras para moler grano, o las rudimentarias cercas para el cuidado de cebúes. Dice Valentina que hay una tradición en la Isla que consiste en que si te dan algo, tú das algo (no solo material, sino sonrisas, la mano, conversación). Así que ni corto ni perezosos, distribuimos sonrisas, camisetas, botellas de agua vacías.

 



            Decía Hemingway que nunca supo de una mañana en África en la que al despertar no fuera feliz. Es imposible no darle la razón, sobre todo cuando uno amanece con el canto de las aves y el alegre bullicio del grupo desmontando el campamento y preparando el desayuno; ante grupos de niños que acuden para compartir nuestro comida y despedirnos; cuando escapando de la dictadura de los relojes remamos, nos bañamos, y seguimos remando dejando atrás meandros y un pueblo que entre saludos y sonrisas nos presta la sombra fresca de grandes mangos para el descanso en las duras horas de sol. O cuando, en el transcurso de los días, puedes aprovechar cualquier momento para construir una escena a recordar: un partido de voleibol espontáneo junto al río, donde enfrentar España contra Madagascar; atardeceres sentados con la mirada perdida en el horizonte mientras comes los pistachos traídos por Miguel Ángel o lo observas haciendo figuras con globos a los niños; las risas contagiosas de Dani el poeta y Susana en nuestras desventuras con el remo; un silbido o un fraseo de una canción simple que puede dar lugar a un coro, desafinado sí, pero divertidísimo, de remeros y vazaas (blancos), que, marcando el ritmo de las paladas y los gestos de nuestra líder Valentina, transforma un tiempo de cansancio y desgaste en una de los mejores recuerdos del viaje.



Hubo un tiempo en el que el brillo de las estrellas en el cielo nocturno resultaba esencial para los viajeros. Y, alguna noche, al cerrar los ojos frente al manto estrellado pienso que dormir es dejar pasar una noche que está más allá del tiempo, y me resisto, lucho por vencer al sueño, hasta que el cansancio se impone. Otras, todos nos resistimos a dejar escapar la magia nocturna y entre historias, canciones y confidencias nos volvemos a lanzar hacia la magia de la Vía Láctea con la cámara de Vicenç, quien, de nuevo, atrapa el tiempo en fotografías de grupo con los remeros, como un intento de apresar la fugacidad de un sentimiento de vida que no queremos se deslice entre nuestros dedos.

 


            De este modo, cansados pero sintiendo en nuestra piel las bondades del río, llegamos a la Garganta del Manambolo. La frondosidad de sus acantilados excavados por el río, un paisaje arbóreo que nos da la bienvenida, o algún lémur escondido entre las copas altas de los árboles, casi como fantasmas de los que solo puedes apreciar su movimiento ágil entre las ramas, indica que nos aproximamos al final de nuestro recorrido. En este punto, las horas de remo se suceden con tranquilidad, bajo el vuelo de milanas, rapaces, algún martín pescador, y todos, el que más y el que menos, nos hemos hecho a la rutina y el esfuerzo del paleo. Mi conexión con Erik, mi compañero remero, es cada vez más profunda, intuitiva. Sabemos reconocer cuándo es necesario el descanso, o cuándo el otro necesita ejercicio, o incluso captamos las bromas más allá de la barrera idiomática. Valentina me dice en un susurro que a Erik le apodan Pastor (en francés, berger), que se lo diga en algún momento cuando los demás remeros no me oigan. Así lo hago, y sonríe sorprendido. Y, desde ese momento, creo intuir una mayor complicidad en sus gestos cuando cargamos y descargamos la canoa, o en su saludo cuando nos cruzamos en el campamento nocturno. Esa es la magia del Manambolo.





            Atravesando el desfiladero de Beramaha, salimos del cauce principal para adentrarnos en lo que parece un afluente y resulta ser la desembocadura del río Oly (Oliha). Aquí el agua torna a un hermoso y transparente verde turquesa. Nos internamos hasta alcanzar casi el inicio del afluente, donde hay caudal suficiente para las canoas. Bajamos, y, ya andando, remontamos el cauce con el objetivo de alcanzar unas cascadas y pozas/piscinas naturales que crea el agua en su descenso. La subida no es sencilla, el terreno es resbaladizo y abundan las grandes piedras erosionadas, los árboles frondosos y el desnivel. Viendo nuestras simples chanclas de agua, Valentina insiste en que llevemos botas de montaña, o zapatillas de buena suela, ya que una caída aquí puede ser peligrosa y no dejamos de estar lejos de cualquier tipo de ayuda. Mientras la ayuda de los remeros, reconvertidos en sherpas de selva húmeda, en el ascenso se hace necesaria, van apareciendo los primeros y pequeños tsingy, peculiares formaciones rocosas que pronto veremos en su esplendor; ágiles lagartos, mariposas enormes de colores imposibles, y mil y un sonidos de la naturaleza salvaje. De este modo, escondida entre un denso bosque virgen, alcanzamos una gran cascada que vierte su agua sobre una amplia poza de agua transparente, un paraíso natural que dibuja una de las maravillas en el mundo para Valentina. Su mirada, que brilla como siempre, parece humedecerse. Mientras la vemos alejarse, despacio, todos comprendemos que necesita respirar y sentir a solas un lugar que es especial para ella. Para el resto, nosotros, tras días de remojarnos en agua achocolatada, la perspectiva de un baño en un paraíso natural de agua transparente y fresca es demasiada tentación.




            No es difícil imaginar lo que sucede a continuación: trepar entre árboles para lanzarse al agua mediante saltos acrobáticos, duchas naturales bajo la cascada, fotografías, risas, gritos, tumbarse al sol como camaleones… En el descenso para alcanzar las piraguas, hacemos una parada para comer en un paraje a la sombra, de selva húmeda y bosques vírgenes, con pequeñas pozas y cascadas donde remojar los pies y enfriar el agua. Durante la comida, con tantas emociones a la espalda, poco hay que decir, lo único que conviene a ciertas situaciones es el silencio, como diría Joseph Conrad. Además, la vida sigue, y tras el descanso se debe retomar el remo.

            No podemos dejar de navegar por el río, sin sentir el fuerte viento que algunas tardes, al atardecer, planta cara al remero. Rápidamente montamos el que será nuestro último campamento, no necesitamos más que un frugal baño en el río, abrigarse y a cenar, una rutina que no es más que un soplo de vida fresca. El viento, que va amainando, hace que se pueden sentir los cantos lejanos de otros poblados cercanos al río. Después de la cena, los chicos nos han preparado un fuego, vienen con su guitarra y nos cantan canciones malgaches y nos animan a bailar. Improvisamos así una pequeña fiesta nocturna que se alarga hasta medianoche (todo un exceso si tenemos en cuenta que a las 21:00 estamos todos los días en la cama). La guitarra que tienen es pura artesanía, la hacen con madera de árbol e hilo de sedal pero suena fenomenal. Por algún sitio leo que el nombre de esta guitarra en malgache es “kavusis”. La última noche, abandonados al mojito de Valentina, en la vieja tetera abollada, al calor y la luz de un fuego que, por unas horas, nos une a los remeros, malgaches y viajeros, bajo un mismo ritual de alegría y despedida; un fuego que purifica ánimos y cansancios, sueños de viaje y de progreso; un fuego que saltamos y rodeamos, en infantiles intentos de baile, atónito espectador de canciones, voces que se rompen en gritos y susurros, testigo de esa rara comunión que a veces se produce en los viajes en los momentos de despedida, donde no importa nada ni nadie más allá del momento, el abrazo, la ilusión y el agradecimiento. Esa rara comunión que llama a la magia y ante la que solo puedes abandonarte.

            Si el agradecimiento es la definición de mi rostro cuando por fin concilio el sueño, esa misma palabra puede describir lo que todos sentimos a la mañana siguiente, cuando en gesto de compañerismo tras tantos días de aventura fluvial, intercambiamos regalos con nuestro equipo: camisetas por abrazos, fotografías por sonrisas, el intercambio natural de las emociones. “Misaotra Betsaka” (muchas gracias) resuena en nuestros oídos, en nuestra alma, cuando subimos a las canoas por última vez, y permanece en cada gesto o mirada en las dos horas que nos separan de nuestro destino, Bekopaka.

           


Este último tramo del río, tranquilo y pausado, es rico en escarpados acantilados, repletos de vegetación y cuevas, refugio natural de multitud de aves y fauna. Apenas sin esfuerzo, y atrapados por la naturaleza, nos sorprendemos al llegar al final del descenso. En la ribera del río nos esperan unos 4x4, pero también un solitario camping donde  descansar y refrescarnos con cervezas, hamacas y una merecida ducha. Había finalizado nuestra aventura fluvial, pero se nos abrían las puertas a los Tsingys de Bemaraha.

 

Bemaraha.

            Estamos en la región de Melaky, el oeste de Madagascar. El acceso a esta zona, y al Parque Natural, es difícil, solo puede hacerse de dos formas: o por rutas de pista de tierra de complicada accesibilidad, a través de vados y barros de la época de lluvias y montando los coches en barcazas a modo de transbordos; o la nuestra, a través del descenso del río Manambolo desde Ankavandra.

Bekopaka, es la puerta de entrada al Parque, Patrimonio Mundial de la Unesco desde 1990, y Reserva Natural protegida. Según nos cuentan, hasta que en 1987 la revista National Geographic no publicó unas fotos de los Tsingy, muy pocas personas conocían este bosque de piedra. Los Tsingys son enormes planicies de roca caliza donde la karstificación ha excavado oquedades, simas, grietas y pináculos. Esta erosión ha traído como resultado la creación de enormes llanuras de agujas de varias decenas de metros de altura, en un espacio de más de cien kilómetros de largo y entre 5 y 20 de ancho, bordeando los ríos Tsiribihina y Manambolo. Y, aunque parezca a primera vista que no es un lugar apto para la vida humana, aquí habita una biodiversidad abundante entre lémures, aves y reptiles endémicos. Uno de los espectáculos geológicos más impresionantes del mundo.

            Este mágico mosaico kárstico al parecer se gestó bajo las aguas del Índico, hace unos 200 millones de años, donde un gran cementerio de coral, conchas y organismos marinos creó una formación de caliza de gran grosor que quedó al descubierto tras movimientos telúricos, al descender el nivel de mar tras la retirada de las glaciaciones. Posteriores movimientos tectónicos y el clima tropical, con sus lluvias y vientos sucediéndose a un sol intenso, hizo el resto. Esta formación geológica es tan frágil y quebradiza que se cree que el mismo proceso de erosión que la ha erigido, en un tiempo indefinido, acabe por destruirla. Afortunadamente, antes de que ese día llegue, aquí estamos para dar fe de su existencia y explorarlo con las mismas ganas de aventura con las que hemos descendido el río.



            El parque nacional alberga dos formaciones geológicas: el Grand Tsingy y el Petit Tsingy. El más cercano es el Petit Tsingy, y por ello es el primero al que accedemos, esa misma tarde, accediendo al otro lado de la ribera del río en canoa. Mucho más pequeño que su hermano mayor el Gran Tsingy, lo hace idóneo para aquellos sin buena forma física o con problemas de vértigo, como yo. Nos espera una impresionante formación calcárea, con pináculos dentados de piedra caliza formados tras la acción erosiva del agua y el viento a lo largo de los siglos, de unos 30 metros de altura. De forma silenciosa, iniciamos un pequeño recorrido a través de un camino por las formaciones, lo que ayuda a entender su origen y evolución. Escondido entre su laberinto aparece el tamarindo, un árbol sagrado para los malgaches de cuya corteza se extrae un cosmético facial. Los Tsingy son zonas sagradas, sobre todo para los sakalava, por lo que hay que respetar los tabúes, fady. En este caso, no elevar la voz y señalar con el dedo, por lo que nos advierten de que si queremos indicar algo lo hagamos con la mano extendida o con el puño. Estos fady también permiten salvaguardar este paisaje natural único. Gracias a ello no es raro ver grupos de sifakas, una especie de lémur de pelo blanco y larga cola, dando saltos laterales.

 


            Un día intenso, que se había iniciado con el final del descenso al Manambolo y había culminado con el Petit Tsingy, merece un cierre apropiado. De ahí que, tras la cena, Valentina nos proponga acudir a un ¡¡cabaret!! Se trata de hacer una última despedida a nuestro grupo de remeros. El cabaret resulta ser un pub local a modo de discoteca, en medio de una calle polvorienta, la única de Bekopaka, que desparrama sus casas a ambos lados de la pista que la atraviesa. El lugar, una caseta con techo de uralita, no cuenta con muchos parroquianos, exceptuando un pareja, un grupo de habituales y nuestros remeros, que, en la barra o sentados en bancos laterales, se dedican a escuchar los grandes éxitos malgaches. Nuestra llegada parece alentar el ambiente, y poco a poco la pista de baile se anima con la pericia en el baile de nuestros amigos. Es curioso ver cómo nuestros remeros han acudido al lugar con su pala de madera, a modo de llave de coche (su canoa). Bailes, hacer el cebú, el lémur, risas, muchas risas y alguna cerveza, y rápido para casa porque al día siguiente hay que madrugar. Nos espera el Grand Tsingy.

 




            En pie desde las 5 de la mañana, para aprovechar el fresco de las primeras horas y evitar el calor y la humedad, tenemos como perspectiva más de una hora de polvorienta pista repleta de baches. De la nada aparecen pequeños poblados, mujeres envueltas en brillantes colores cargando mercancías sobre la cabeza, fardos de leña, niños corriendo junto a nuestros 4x4, gritando saludos entre grandes sonrisas, y, en un rincón de la nada, próximo a la pista, una pizarra y dos pupitres, a la sombra de los restos de una pequeña y chamuscada edificación de ladrillo. Seguramente pudo ser la escuela. Nos dicen que aún siguen enseñando en ese lugar, aunque sean los números o algunas letras. Miro fijamente, en la relativa rapidez del paso de la pista, y, de repente, esa pizarra que acoge dos pupitres en las cercanías de un camino de intercambio, me conmueve. El camino pasa a ser un pupitre vacío. Y pienso en mis alumnos, en mis clases. Y en lo que puede hacer cambiar unas solas palabras o números.

            Con esos pensamientos en la cabeza, llegamos a nuestro destino, el Grand Tsingy. Una vez superado el aparcamiento, hay una breve caminata hasta la entrada en una planicie de un pequeño bosque. Allí, nos esperan los guías. Debemos ponernos arneses y guantes, porque hay tramos del recorrido de gran dificultad que exigen cables de seguridad a los que engancharse con mosquetones, vías ferratas camufladas y un puente colgante a casi 1000 metros del suelo. Circular por el Tsingy no es fácil, pero al fin y al cabo eso es lo que ha hecho que permanezca intacto miles de años. En este proceso, mientras me coloco el arnés, es cuando preveo que no va ser un hermoso paseo contemplando naturaleza salvaje, y reflexiono sobre esa necesidad que tengo en cada viaje de poner a prueba mi vértigo, que más de una vez me ha paralizado y puesto en aprietos. Mejor quitarse esas ideas de la cabeza. Vamos a caminar por encima de formaciones que se han desarrollado con el paso de millones de años. Eso emociona a cualquiera.

Comienza por una zona boscosa donde se pueden ver aves y lémures blancos, y, tras una breve caminata, se inicia el ascenso. Son varios kilómetros en los que todo está preparado con escaleras (escalones artificiales estratégicamente situados para facilitar la subida), cables de acero, cuerdas y clavos, para poder ir asegurándote con los mosquetones. Por delante una extensión sin límite de desfiladeros de piedra, gargantas, grutas, cañones, macizos de roca calcárea esculpidos por el paso del tiempo, el viento y la lluvia. La caprichosa geología moldea un auténtico santuario natural en el que nos detenemos cada poco a observar las caracolas, incrustadas en el suelo, reflejo de que este lugar estuvo sumergido en el agua hace millones de años. Tienes la sensación de caminar por laberintos en auténticos bosques de piedra, en un lugar suspendido en el tiempo.

Conforma avanzas, no sin dificultad, adquieres la certeza de que en las zonas elevadas las vistas deben ser impresionantes. Pero como ocurre con Ítaca, el viaje, el recorrido, es lo importante, con pequeñas sorpresas en cada recodo. De este modo, ascendiendo, descubrimos un pequeño lémur nocturno (lepimur), asomado en una oquedad. Parece que nos mira fijamente, pero sabemos que no es así, no ven durante el día, solo por la noche. Llega a bostezar y estirar una pata para acomodarse, todo un show que durante unos minutos nos abstrae del cansancio, el calor y la dureza del itinerario.




Arriba, Ítaca, donde tras escalar por sus afiladas vertientes, se extiende un mar pétreo en el que las olas son pináculos de caliza y la espuma aristas afiladas. Colores que oscilan del gris al ocre, del rojo al violáceo. Tanta belleza abruma, y, en mi caso, empieza a crearme un problema adicional: el vértigo. Centrado en no perder el equilibrio observo que tengo por delante un reto: cruzar un puente colgante hecho con tablones de madera separados y colgantes de acero, oscilando inquietamente sobre un vacío de casi cien metros. Es el lugar dónde tiene que salir lo mejor de mí para superar el tremendo vértigo que provoca la altura. Cierro los ojos e intento concentrarme en la belleza del paisaje para intentar olvidarme de la altura, antes de que me paralice. Acompañado por el guía y Valentina, que no suelta mi mano, y con una camiseta humedecida por el sudor de mi cuerpo, la peor versión de mi mismo avanza sobre maderas que se mueven bajo mis pies, oscilando al compás de un aire que no refresca y que me hace rezar al ingeniero que hizo los anclajes. Gracias a ellos, y los ánimos de mis compañeros, puedo superarlo. Sonrío nervioso para el objetivo de Vicenç, mientras alcanzamos un hermoso mirador sobre una plataforma de madera que corona el trayecto. La inmensidad del Tsingy se despliega ante mí, bloques en imposible equilibrio y agujas que parecen desafiar al cielo. Cada paso de esfuerzo ha merecido la pena.

 


            Respiro. El descenso tras el puente es igual de complicado: escaleras empinadas que hacen indispensable el arnés y los mosquetones, pasillos tan estrechos que te obligan a pasar de lado vigilando la cámara para que no se golpee ni pierda la tapa del objetivo más veces de las necesarias, y agarres tan afilados que hacen necesario mantener los guantes que había utilizado para el remo en el descenso del río. No me llega el pie (¿por qué seré tan bajo?), no coordino para pasar mosquetones, y el tiempo se hace eterno otra vez. Escalas, te arrastras, reptas, menos caminar cualquier cosa. Y lo superas. Y merece, de nuevo, la pena. En este mundo pétreo, conocido como La Catedral, impresiona ver una serie de plantas arraigadas en superficies sin humus formando jardines colgantes de exuberantes verdes, cuyas raíces larguísimas descienden hasta lo más profundo de cañones y gargantas para acceder a los restos de agua de la época de lluvias.

            En el suelo parecen esperarte secretos de todo tipo: formaciones naturales caprichosas bajo la forma de cuevas y cañones. Así que nos lanzamos a explorar cuevas subterráneas, estrechas, horadadas por el agua, donde se hace necesario ponerse un frontal o llevar linterna. Le cedo el testigo del agobio a Guada, quien llega a pasarlo mal en esta rudimentaria, pero exigente, espeleología. Pero todo acaba, y, cansados pero satisfechos por la aventura, comemos en el parque antes de iniciar el regreso por otra ruta más tranquila.

Así, descubrimos el Coua Gigante, un pájaro similar al faisán, que suele vivir en tierra pero que puede volar si tiene que escapar de sus depredadores; o que aquí se encuentra el lémur indri de Bemaraha, cuyo nombre científico es avahi cleesei, en honor al actor británico de los Monty Python John Cleese y sus grandes esfuerzos por proteger a esta especie. No lo llegamos a ver, pero el que si avistamos es el lémur sifaka de Decken, de brillante pelaje blanco y cola negra y que solo se encuentra en esta zona (oeste de la isla). Creo que es el único ser vivo que se puede desplazar alegremente entre las rocas sin hacerse daño.

            Esta zona fue refugio de las tribus que se resistieron a los franceses cuando éstos tomaron la capital. Era un lugar perfecto para esconderse, porque la morfología lo presentaba como un fortín de fácil defensa y difícil ataque, a parte de la abundancia en comida y agua. El nombre de tsingy lo pusieron, sin embargo, los antiguos pobladores de la zona, los vazimba, y significa “andar de puntillas” o “donde no se puede andar descalzo”. Tenían claro los que pusieron el nombre, y nosotros damos fe, que por aquí no es fácil andar. Quizás por ello los locales temen adentrarse en su interior, dotándolo de espíritus y fadys. Un hermoso reflejo de la íntima conexión malgache con la naturaleza.

            Dejando atrás esta fortaleza pétrea, en el sendero que nos lleva hacia nuestros vehículos, no dejo de pensar que, en efecto, hay una cierta espiritualidad en esos laberintos de piedra, y que sólo espíritus, o lémures, son capaces de transitar por sus pináculos y aristas. Un lugar donde los fady que nos acompañan durante el viaje encuentran su sentido. Las sombras y los susurros del viento, que persisten en los últimos recodos del parque, parecen confirmar mi teoría.

 


            Tras dormir salimos camino de Morondava, con una parada en Belo, a unos 100 kms, por un a carretera secundaria que solo es accesible de abril a noviembre, fuera de la época de las grandes lluvias. Hemos madrugado porque nos espera un recorrido inicial en caravana, con una treintena de 4x4, por motivos de seguridad. Al parecer hubo unos ataques en junio por estos lares, y te obligan a ir escoltados por el ejército o la gendarmerie. Antes, vemos partir a nuestros remeros. Algunos hacen el trayecto de vuelta remontando el río en las piraguas, tan solo impulsados por un palo esbelto que ellos llaman con ironía las llaves del coche. Los observamos en silencio, las camisetas superpuestas y descoloridas se van empequeñeciendo conforme desaparecen de nuestra vista, y con esas figuras que se difuminan bajo la estela del agua, parte una de las mejores experiencias de mi vida.

            Esa misma agua que se lleva una parte de nosotros en este viaje, vertebra comunicaciones y da vida a la gente local. No hay que olvidar que uno de los medios más fáciles para acceder a los tsingys de Bemaraha es atravesar las grandes corrientes del Manambolo y el Tsiribinha (en malgache: donde no se puede nadar, por la presencia de cocodrilos). Nosotros llegamos en canoa, pero lo normal es hacerlo en transbordador, a partir de unos embarcaderos mediante grandes barcazas unidas por tablones en las que se transporta desde los 4x4 a personas y mercancías. Y esta es la forma en que partimos de aquí. A estas alturas ya conocemos de sobra que el proceso se hará con tranquilidad, mucha tranquilidad, lo que nos permite refrescarnos en los pequeños puestos locales y disfrutar de las maniobras en las orillas del río. Así, mientras esperamos nuestro turno contemplando la pericia de los conductores a la hora de colocar el coche dentro de la barcaza, descubrimos, estupefactos, que no siempre hay motor, y que gran parte del traslado se hace con unas cuerdas y hombres en orillas opuestas tirando.

 


Belo es una ciudad grande, al menos mayor que Bekopaka, situada cerca de la ribera del río Tsiribinha (de curso paralelo al Manambolo, pero mucho más caudaloso), entre manglares y pantanos. Se trata de un enclave bastante activo y bullicioso debido al comercio y al tránsito de mercancías y personas por el río, cosa que no extraña en absoluto teniendo en cuenta el estado de las pistas. Acoge pastores, pescadores, pequeños comerciantes y hasta buscadores de oro en las orillas del río. Además, posee el santuario que preserva las reliquias de los antiguos reyes Menabe, donde cada 10 años hacen la ceremonia del baño de las reliquias (ritual Fitampoha) para asegurar la prosperidad de la zona. Se respira un ambiente marcadamente africano, tranquilo y colorido, así que comemos en la ciudad, paseamos para ver el mercado, sorteando motos y triciclos, tenderetes y vendedores ambulantes, y nos dirigimos a coger el ferry para cruzar el río.

            El ferry es más bien una barcaza metálica, sin asientos, pero que nos regala un agradable paseo hacia la otra orilla del Tsiribihina, un poco más al sur, cerca del lugar donde han desembarcado nuestros 4x4, que lo han cruzado en otro ferry mientras comíamos.



Pronto hacemos una breve parada. Cerca de la pista se adivinan tumbas de la etnia MAHAFALY, un pueblo animista, muy conocido por sus tumbas coloridas en el oeste y sur de la Gran Isla. A diferencia de otras zonas de la isla, donde las tumbas se señalan con monolitos, túmulos de piedras o esculturas rematadas con cuernos de cebú, aquí encontramos pequeños mausoleos decorados con vistosos murales que reflejan escenas de la vida del difunto, que aparece representado con los elementos que lo caracterizan (no solo sus rasgos físicos sino también con atributos que definen su profesión, hobbies). Se trata de una pintura casi infantil, naif. No es de extrañar, literalmente el nombre de la etnia significa la gente feliz. Si la manera de enterrar a nuestros muertos habla de lo que somos como sociedad, estas tumbas describen a un pueblo cercano, amable, que no quiere olvidar quiénes son ni a quiénes se han ido. Y eso, para mi, es importante. Nos alegramos de haber pasado un rato aquí.




            Con la sensación de que conocemos un poquito más esta tierra, retomamos el camino a Morondava, reteniendo en nuestra mente unas hermosas palabras de Vicenç: la mitad de la belleza depende del paisaje y la otra mitad…. de quien lo mira.

 

AVENIDA DE LOS BAOBABS - MORONDAVA (Allée des Baobabs).

            Nos adentramos en la región de Menabe. A medida que la humedad de las tierras altas va quedando atrás, el paisaje se vuelve más decrépito. Lo que en su día fueron bosques de hoja caduca, ahora es una sabana seca y arenosa de raíz africana fruto de la desertización. De nuevo, no es fácil llegar. Saltamos sobre pistas de tierra, arenosas y mal acondicionadas, pese a la presencia de poblados, que se amoldan mucho mejor que nosotros a las características del terreno para sus desplazamientos. Mientras intentamos vadear torpemente pequeños riachuelos, es habitual ver pequeñas carretas de madera tiradas por cebúes, al ritmo pausado del mora mora malgache, que se desvanecen como un espejismo cuando nuestros 4x4 levantan nubes y pequeñas tormentas de arena al paso. Un trayecto monótono, árido y ocre, un paisaje solo roto en ocasiones, y de forma más frecuente conforme nos acercamos a nuestro destino, por la grandeza de algún baobab solitario, como centinelas que vigilan el acceso a una tierra antigua. De hecho, parecen los orígenes de los árboles. Imposible no caer en su embrujo, en sus ramas resecas que encierran gran parte de lo que uno sueña con África.

Porque Madagascar es muchas cosas, y una de ellas, quizás la que más fama le da, es ser la tierra de los Baobabs. Y en esta tierra, de bosques de secano e inclemente sol, de caminos de polvo rojo y viento cálido, entramos, persiguiendo la sombra huidiza del sueño de África.




No vamos a ciegas, la mayor concentración de baobabs de la Isla se encuentra aquí, a lo largo de la Route N8, la pista de tierra rojiza que nos conduce entre nubes de polvo y espejismos en la franja costera de Menabe, desde el río Tsiribihina a la ciudad de Morondava. Valentina, nuestra cicerone, no cesa de contarnos historias sobre este árbol mítico, como un orador griego que nos prepara para entrar en escenarios de leyenda. Resulta que hay ocho especies de baobabs en el mundo y 6 se encuentran en Madagascar, y que el más característico es el Andasonia grandidieri. De esta especie son los ejemplares más altivos y esbeltos, de colosales troncos cilíndricos, y hojas que solo brotan en época de lluvias. Pueden alcanzar los 30 metros de altura y suele dar frutos parecidos a una baya seca, pero su grandeza deriva más de su carácter sagrado, porque los malgaches, y gran parte de los africanos, creen que el espíritu de la selva vive dentro de ellos. Por ello, en lengua local se les conoce como reinala o renala (madre de la selva, madre del bosque). En ello tiene que ver mucho su longevidad, ya que pueden llegar a los 600 años. La eternidad en forma de árbol, el recipiente de la historia de una comunidad, un clan, la madre tierra. En ellos habita el espíritu del bosque, pero también la memoria y la palabra, porque a su sombra se reúnen los malgaches a solucionar sus problemas y los ancianos a contar historias, generación tras generación, historias que los unen y los definen. Se erigen así en hermosos guardianes de la memoria. Si algo aquí debe ser sagrado, no hay duda que debe ser el baobab.

            Parece que hay un ritual antes de llegar a la famosa avenida donde se concentran decenas de ejemplares, primero hay que aproximarse al más sagrado de los baobabs, cercado por un pequeño mercadillo de souvenirs elaborados en palisandro. A sus pies se realizan las fombas, ofrendas en forma de flores, cebúes, dinero o licores tradicionales. Creen que tiene el poder de comunicarse con los ancestros y mediar a favor de los vivos, y por eso se le venera. La tradición indica que hay que dar siete vueltas a su tronco, visualizando el deseo que se quiere pedir, para que se cumpla antes de que pase un año. Luego, el Baobab enamorado (amoureux), un árbol que retuerce su cuerpo como en un abrazo. Según cuenta la leyenda, ese abrazo está presente desde hace siglos, siendo la reencarnación de una joven pareja de enamorados que no pudieron contraer matrimonio por la oposición de sus familias. Pidieron ayuda a Dios, que hizo que sus cuerpos se reencarnaran en este baobab para que permanecieran juntos toda la eternidad. Tanta espiritualidad nos va marcando el camino sobre cómo actuar, notamos que es bueno tomarse tiempo, tocarlos, acariciarlos y hasta abrazarlos, en silencio, para sentir una energía que guarda el secreto del tiempo.



            Dejamos los 4x4 y decidimos seguir a pie. Nos parece que es lo correcto, lo más respetuoso y la forma más directa de sentir la fuerza de esta tierra tan mítica. Algunos hasta se descalzan como los malgaches para reforzar ese contacto, esa unión con la naturaleza. De este modo, ya al atardecer, justo en el momento en que todo parece volverse mágico, nuestros píes nos acercan a la famosa avenida de los Baobabs. Poco importa que este recorrido haya sido planificado para impactar al turista, o al menos a mi no me importa. No puedo evitar caer en el embrujo de estos mágicos árboles mientras se diluye la tarde, y la luz dorada y anaranjada nos envuelve a todos.

            Hacemos el último kilómetro andando por la pista. Nos separamos, en silencio, lentamente, para sentir mejor la experiencia al atardecer. La avenida no supera los 300 metros de largo, y en su punto central es donde se encuentra la mayor concentración de baobabs (en torno a la treintena), la gran mayoría de ellos centenarios, a ambos lados de la pista. A pesar de su importancia turística no se trata de un parque nacional, por lo que estos árboles no se encuentran protegidos, lo que es un grave problema dada la situación de deforestación. De hecho, en origen, esta era un área boscosa pero la acción humana ha dejado aislados los baobabs.



            No es fácil describir un baobab, parece casi un árbol mítico, arrancado de otros tiempos o leyendas, como el emblema de un continente tan mítico y cansado como él. Me cuentan y leo cientos de historias. “Cuenta la leyenda que al principio de la vida, el baobab era el árbol más hermoso de la tierra, con preciosas hojas verdes y flores de delicados colores y perfume. Los dioses, maravillados de su creación, le concedieron el don de la longevidad para que su obra no se perdiera. El baobab entonces creció sin límites, y se sentía tan fuerte y seguro de sí mismo que se atrevió a desafiar a los dioses e intentar rozar el cielo. Éstos, como castigo, lo obligaron a crecer eternamente al revés, dejando sus preciosas hojas y flores bajo tierra y con las raíces hacia fuera, mirando hacia el cielo para que suplicara perdón por su arrogancia”. Otra leyenda asegura que los baobabs son brazos de guerreros enterrados que pugnan por volver a la batalla. Las ramas serían los dedos crispados. Según leo en la página de Las Hojas del Bosque, entre los bosquimanos del Kalahari (Botswana), se cuenta que la gran divinidad Gaoxa dio los árboles al primer hombre, quien los repartió entre los animales. Cada uno recibió una especie, menos la hiena. Ésta, molesta por el trato desigual, se quejó a la divinidad, quien le entregó la última planta que quedaba, el baobab. El animal, rencoroso y enfadado, plantó el árbol del revés a propósito. Otros, como el explorador británico David Livingstone, no lo sacralizan tanto, y lo definió como una “zanahoria enorme puesta del revés”.

            Y, entre tantas leyendas e historias, no puedo dejar de recordar a Saint-Exupéry, Para su Principito las raíces de los baobabs podían hacer estallar un pequeño planeta, simbolizando lo malo evitable, los miedos internos que, si no se arrancan de raíz, crecen y se adueñan de todo. Pero en Madagascar no es así, en esta tierra de contrastes, el Baobab es lo contrario, es riqueza y prosperidad, pero también tradición, raíces, memoria. Es la memoria de África, porque algunos superan cientos de años de antigüedad. No es de extrañar que Peter Mathiessen, uno de los más grandes viajeros de la historia, lo definiera como el árbol donde nació la humanidad.

            E igualmente es el árbol de la vida, porque en su interior, bajo una de las maderas más duras del mundo, guarda un bien muy preciado, el agua, y en un territorio donde la sequía está muy presente, eso significa vida. Sin contar que de este árbol prácticamente se puede aprovechar todo: corteza (para fibras, muy resistentes, con las que se elaboran redes, cestas, cuerdas; o cerveza), polen (para adhesivo), semillas (como café) y su fruto, comestible.

 


            Al llegar a la avenida, que no es más que una pista muy frecuentada como lugar de paso, nos dirigimos a la derecha, hacia una explanada en la que decenas de personas se sitúan para colocar sus trípodes y equipos de fotografía esperando el momento clave, la foto perfecta. Valentina nos recuerda que hubo una época en la que no estuvieron solos. Estos árboles que hoy se muestran solitarios formaron parte de un bosque mucho más frondoso, pero la erosión y la huella humana los ha relegado a una suerte de testigos de una época pasada, que sin duda fue mejor.

            Empieza a atardecer y el sol va buscando su refugio en el horizonte. Se dice que quien hecha una siesta a la sombra de uno de estos árboles ya nunca se marcha de África. Y lo creemos a pies juntillas. La luz de los últimos rayos de sol adquiere tonalidades anaranjadas, otorgándole a los baobabs un reflejo rojizo y tintes violáceos para dibujar, con sus siluetas, una de las escenas con la que toda nuestra vida recordaremos a Madagascar. Observando al atardecer estos guardianes de la memoria, donde generaciones incontables han transmitido a su sombra todo aquello que los define como clanes, nadie puede sospechar que están condenados, quizás, a extinguirse. La roturación inconsciente, la necesidad del agua que acumula su interior o la extinción de los pájaros que ayudaban a fertilizarlo parecen indicar ese destino. Y me estremezco, no puedo imaginar esta maravillosa isla, este continente, toda África, sin su perfil recortado al horizonte teñido de rojo.



            Sin despegar la vista del horizonte, apenas nos damos cuenta de que ha anochecido rápido. Durante unas horas hemos sentido el atardecer en nuestra piel, contemplando como los últimos rayos de sol anaranjado dibujaban sombras en los Baobabs. En momentos como este, el tiempo no importa, es un invento sin sentido, y aunque ya es noche cerrada cuando decidimos levantar campamento, recoger nuestros útiles de fotografía y brindar por última vez con unas cervezas que salen no sabemos bien de dónde, dirigimos una última mirada hacia la avenida. La noche se lleva con ella el anaranjado del cielo, las historias, el mito, y sobre mi diario guardo la responsabilidad del contador de historias, me gustaría coger el testigo del malgache, del árbol de la palabra y el guardián de la memoria, aunque sea para mi mismo.

            Cuando abandonamos el lugar, tan solo queda Vicenç y su cámara, absorto en una noche que ya es estrellada, decidido a robar una imagen más de estos baobabs que nos han llevado de la mano a un mundo de leyenda. Él si es nuestro guardián de la memoria, y, viéndole, recuerdo la frase de Eugène Fromentin: ¿por qué la vida humana no acabará como los otoños de África, con un cielo claro y vientos tibios, sin decrepitud ni presentimientos?.

 

Morondava, ciudad costera en el oeste, apenas unos kms al oeste de la avenue, nos acoge para dormir. Ubicada en plena costa del Canal de Mozambique, es la capital de los sakalava del Menabe. Llegamos en la oscuridad de la noche, y aunque apenas podemos ver nada, el aire húmedo, salino, nos indica la cercanía al mar de nuestro alojamiento. Nuestro hotel está cerca del puerto, donde al anochecer llegan los pescadores en pequeños barcos de madera tras fanear por el Canal. Eso explica el fuerte olor a salitre y pescado que nos acompaña desde que llegamos. No queda más remedio que degustar hermosos gambones y pescado asado, cocinados en una mezcla de recetas francesas y locales.

            Aunque la opción de acostarse pronto y cerrar los ojos con el recuerdo aún cercano de los baobabs revolotea por el ambiente, nos dejamos arrastrar por Valentina y paseamos por la playa hasta L’Oasis de Jean le Rasta, un local de ambiente rastafari con música en directo y decorado con símbolos reggae. La fresca noche logra crear un clima acogedor, un ron mix de frutas, las confidencias apiñados en pequeñas mesas en un jardín abierto, y un aroma a hierbas sanadoras, hace el resto. Valentina, Dani, Susana, Miriam, Teresa y Guada, no necesitamos más para caer en el embrujo del oasis.



            Tras despertar, a la plena luz del día, la ciudad de Morondava no impresiona. Es extraño que aún siendo una de las ciudades más importantes del oeste de la Isla, por el frecuente turismo derivado de su gran playa de arenas blancas, los Baobabs y los Tsingy, no se haya desarrollado desde el punto de vista urbanístico. Pese a tener un rudimentario aeropuerto, continúan las calles sin asfaltar en torno a una bulliciosa avenida principal a modo de mercado central, salpicada de almacenes indopaquistaníes y mezquitas. Un rápido vistazo sobre la gente que la transita sobra para ver que se ha convertido en refugio de numerosos inmigrantes, provenientes no sólo de Pakistán, sino Somalia, Yemen o las Comoras. Junto al turismo, la ciudad se alimenta de la pesca y el mar, pescado fresco, cangrejos y gambas asoman como protagonistas de las cartas de los menús de bares y restaurantes.

            Retomamos el camino mientras la ciudad despierta. En la playa comienza la actividad de los pescadores, de la etnia vezo, preparando sus coloridas canoas y redes, no más que frágiles piraguas de balancín, para faenar en el mar. Mediante técnicas ancestrales aprovechan todo lo que les aporta el arrecife coralino, y, con sus velas desplegadas al viento, se deslizan lentamente por la línea del horizonte del Canal de Mozambique.

            Cruzando los paisajes occidentales de la sabana malgache, nos dirigimos a las Tierras Altas hasta alcanzar la ciudad colonial de Antsirabe, a 1.500m de altitud, territorio de los Merina y capital de los pousse pousse.

 

ANTSIRABE

            La ruta RN7, de las pocas vías de comunicación bien conservadas (lo que significa un pavimento decente y mantenimiento, que permite un desplazamiento más rápido y cómodo) nos acerca hacia Antsirabé, dirección Antanananarivo. Son unas diez horas de trayecto en las que el paisaje evoluciona, de los parajes casi desérticos de Menabe, pasando por la sabana, para ir ganando altura por los altiplanos centrales de la Isla, que dibujan un horizonte de arrozales y pequeñas aldeas de casas de adobe, mientras la carretera empieza a quedar rodeada por suaves y pequeñas colinas, algunas viejos volcanes, salpicadas de pinos.

Antsirabé es conocida como la capital de los pousse-pousse, la versión malgache del rickshaw asiático, y de las piedras semipreciosas, pero su mayor categoría se la da el ser la tercera ciudad más grande del país y su marcado pasado colonial. Aparece ante nosotros como una ciudad de amplias y largas avenidas, construida como zona residencial para los colonos franceses más enriquecidos que escapaban del bullicio de la capital, como así nos hacen ver las grandes casas con jardines que jalonan parte de las calles. Hoy son las familias malgaches más adineradas las que ocupan esas casas art decó, continuando la tradición francesa. La importancia de la ciudad durante la época colonial trajo consigo la construcción de una bella estación de trenes, similar a la de Tana, pero más pequeña. La afluencia a esta ciudad en concreto se debía a su carácter termal, de hecho el nombre de la ciudad viene de Any sira be (“allí dónde abunda la sal”) porque en sus 1500 metros de altitud abundan fuentes termales ricas en sales minerales. Esta fue la razón por la que unos misioneros noruegos fundaron la ciudad en 1880, transformando una pequeña aldea que vendía sal en un balneario para los europeos, ornamentándose con la llegada de los franceses.



            Hoy en día no ha perdido la importancia de antaño, pero es más una especie de fotografía en sepia de lo que fue, como si su pasado fuera un lastre que no la dejara avanzar, reconvertirse. O, quizás, simplemente, no quiera hacerlo. Llegamos tarde, ya anocheciendo, y más allá de las huellas coloniales, solo podemos apreciar un enclave bullicioso, transitado, con las típicas casas malgaches de bello colorido. Reflejo del sentido termal del lugar es nuestro alojamiento, el Hotel des Thermes, situado junto al lago Ranomafana, y uno de los más antiguos de Madagascar. Decadente y mal mantenido, al no tener ya aguas termales, sigue mostrando una construcción preciosa, testigo de una gloria ya pasada y uno de los mejores ejemplos de arquitectura colonial de la isla. A primera hora de la mañana, el mejor momento para apreciar su grandiosidad y bella factura, sus jardines, desde los cuales hago unas fotografías, son el destino preferido de unos cuantos corredores. Quizás no sea uno de los privilegiados colonos franceses que disfrutaba de sus baños termales, pero cuando me decido a acariciar levemente el frío mármol y la madera desconchada de parte de la fachada lo hago con un respeto reverencial. Es testigo de otra época, de otro concepto de esta gran Isla, que se niega a perderse en el tiempo, luchando por adaptarse a otra realidad sin saber que sigue siendo alojamiento de viajeros, de personas que continúan buscando la tranquilidad y la belleza, sino ya de sus aguas, sí de sus muros y el precioso paisaje de montañas, lagos y volcanes que desde sus terrazas se pueden ver e intuir.



            A primera hora de la mañana el aire gélido casi te azota en la cara por la altitud y las bajas temperaturas nocturnas, puede ser con facilidad el enclave urbano más frío del país. Aunque en nuestro itinerario es tan sólo un lugar de parada y descanso camino de Tana, antes de marcharnos hacemos una rápida visita a la ciudad. Utilizando como referencia la gran Avenida de la Independencia y el Monumento a las 18 Etnias del país, nos dirigimos a la Estación de tren, dejando a ambos lados las villas que jalonan la calle principal, el mejor ejemplo de la huella colonial. Construida en el siglo XIX, no recibe pasajeros, tan solo transitan periódicamente trenes de mercancías, lo que impide que termine por abandonarse una bella construcción. Los tres módulos, perfectos geométricamente, unidos por arcos de medio punto y un alero art decó, con los colores tradicionales de la Isla: blanco, rojo y tierra; recuerdan que hubo un tiempo de esplendor donde cientos de adinerados pasajeros abrían las puertas de su descanso. Hoy eso no es más que un recuerdo. Ya no recorren sus raíles las hermosas locomotoras de vapor camino a Tana, como un Orient Express malgache, pero aún siguen acudiendo a sus puertas los pousse pousse a recoger a los turistas, o las vendedoras de tejidos bordados que, sonrisa mediante, intentan endosarte un ajuar.



Más allá de la Estación solo queda un breve paseo por el centro urbano y admirar la Catedral neogótica donde cada domingo rezos, canciones y bailes tejen el ritual litúrgico de la misa. Al pasear por sus calles de nuevo llama la atención como la mayoría de vehículos son sustituidos por triciclos o los pousse pousse, los rickshaw malgaches, taxis locales tirados por ágiles hombres descalzos. De ahí que muchos denominen esta ciudad como la capital de los pousse pousse, que literalmente significa empuja empuja. Algunos dicen que su origen está en los trabajadores chinos que vinieron a construir las vías férreas de Madagascar a principios del s. XX. Coloridos y con nombres tan divertidos como Air France, parece mentira que hombres tan pequeños pero fibrosos puedan tirar de estos transportes. Es una sensación extraña verlos, mezcla de contemplar algo que parece pertenecer al pasado, en un mundo en que casi todo está motorizado, y preocupación ante el esfuerzo, en unos casos casi inhumano, que supone dirigirlos.



            Antes de abandonar la ciudad, no podemos dejar de husmear en los talleres de cuernos de cebú, con los que se fabrica casi cualquier utensilio o artilugio; la fabricación de pañuelos de seda salvaje; los coloridos juguetes hechos con rafia, mantelerías bordadas a mano de influencia francesa en la técnica y africana en el color; o los centros artesanales de gemología, donde se trabajan y tallan minerales de todo tipo. Es el peaje que hay que pagar por admirar el pasado colonial de la ciudad y la Isla. Una vez satisfecha la deuda, partimos hacia la capital, Tana, por la RN7, abrazados por un paisaje montañoso de pinos y eucaliptos. Es el momento en que Thierry nos habla de Ravinala, el árbol del viajero que es emblema de Madagascar y que crece en toda la parte occidental. Cuando llovizna, la mayoría de la gente se cubre con una gran hoja de este árbol del viajero. Se llama así porque dentro de sus hojas, colocadas en forma de abanico, se contiene el agua limpia de la lluvia y así los viajeros la utilizaban para calmar su sed. Además, con sus grandes hojas también se hacen los techos de las casas en las costas.




            Tras la ventanilla, el paisaje de las Tierras Altas: pequeñas aldeas de adobe casi como lunares en una faz de arrozales, mujeres transportando cubos de agua, carretas tiradas por cebúes con la carga del día de leña o carbón, que, al igual que nosotros, suben y bajan colinas y valles sin fin. Las extensiones de praderas, de frágil hierba verde, fruto de la tala, la agricultura y ganadería intensiva, hacen olvidar los frondosos bosques originales que hoy tan solo pueden sobrevivir protegidos en los Parques Nacionales. De vez en cuando, salen a la luz heridas de arcilla roja, ya que la débil hierba no puede sostener el terreno ante las lluvias.


            Poco a poco nos vamos aproximando al área más industrial de la Isla, en las cercanías de la capital, con pueblos más grandes y cercanos entre sí, como Ambatolampy (lugar donde hay piedras), conocida por fabricar las cacerolas y utensilios de aluminio que consume todo el país. Mientras tanto, los cambios de temperatura y de comida parece que hacen efecto en mi cansado cuerpo, y una leve gastroenteritis va abriéndose camino en mi cuerpo, obligándome a encogerme en el bus y contar los minutos para llegar a nuestro alojamiento.

 


Antananarivo.

            Y el ansiado reposo encuentra lugar en Tana, la capital. Como ocurrió cuando llegamos a Madagascar, nos alojamos en el confortable Le Louvre, y de nuevo, solo es una estación de paso para volar hacia el Norte. Mis compañeros no quieren dejar la oportunidad de degustar los excelentes restaurantes de tradición francesa y fusión local que hay en los barrios cercanos- Yo debo conformarme con una botella de suero, una ducha caliente y un sueño reparador.

 

Sambava, la capital de la vainilla

Nuestro primer destino en el Norte es Sambava, pero llegar allí no es nada fácil, y decir eso en un país en el que la mayoría de sitios que hemos visitado se ha caracterizado por horas y horas de complicadas pistas, es decir mucho. Al parecer, la pista que conduce hasta el norte es, digámoslo así, complicada, en cuanto a dificultad e incomodidad de trayecto, por lo que no dudamos en utilizar la única otra opción: el avión.



Madrugamos muchísimo, tres de la mañana, camino al aeropuerto, para probar las líneas aéreas malgaches. La fama de retrasos de la compañía aérea nos inquieta, pero todo resulta correcto y en poco tiempo nos plantamos en el Aeropuerto de Sambava, pequeño pero funcional, en la costa noreste. Pese a mis miedos, por recuerdos de otros aviones de líneas nacionales en el continente africano, el avión, sin ser último modelo, era más que aceptable. Puedo reservar mis oraciones con las que hacer frente al desastre aéreo para otras ocasiones, en las que siempre sospecho tendré que utilizarlas.

            Sambava es una ciudad pequeña, frente al Índico y bajo la sombra del Macizo de Marojejy, entre plantaciones de vainilla, clavo y café. Los mejores alojamientos están junto a la costa, enmarcados por largas playas de arena blanca flanqueadas por grandes palmeras. Tenemos suerte y nuestro hotel, Le Carrefour, se encuentra en esa zona, mirando al mar, del que tan solo nos separa un murete de cemento claro. Solo hacen falta unos minutos para sentir que todo ha cambiado, el paisaje es mucho más verde, arbóreo y tropical, y la población local pertenece a otras etnias, los Sakalava y Betsimisakara, de raíz más africana. Sus cuerpos envueltos en ajustadas telas de colores sobre una piel más oscura así lo atestiguan.





La cercanía del Índico es demasiada tentación, solo falta un rápido intercambio de miradas para que Miriam, Paco, Teresa, Ana y yo nos lancemos a la playa. De forma autómata, la orilla del mar se transforma en un sendero que invita a ser recorrido. Es agradable caminar sin un rumbo fijo, acercarse a los pescadores que llegan de faenar, de retar al mar, en dhows de tradición árabe. Algunas embarcaciones parecen tan frágiles, con sus velas remendadas, que piensas que el mar las va a engullir. Pero el mar suele respetarlas, y desde el horizonte azul vemos llegar algunas de ellas portando el resultado de horas de faena. Para nuestra sorpresa, la pesca tiene la forma de tres tiburones (uno el difícil tiburón tigre), y nuestra cara de incredulidad solo se ve interrumpida por las risas de los pescadores y los gritos de los pequeños que rápidamente acuden a ayudar a transportar la captura.




No es el único regalo que nos ofrece el paseo. Poco después asistimos al espectáculo del cruce de las marismas de un rebaño de cebúes, algunos casi nadando ante la profundidad del agua y bajo las órdenes de mando de los esbeltos pastores, que no dudan en acercarse a nosotros para dejarse fotografiar mientras repiten sin cesar volassare volassare (hola en el norte).



El corazón de la ciudad no deja de ser una calle principal, paralela a la costa, con pequeñas casas, algunas de dos pisos, que se distribuyen a ambos lados de la avenida, y, como si estuvieran lanzadas al azar, unas cuantas manzanas de viviendas de planta baja plagadas de árboles. Lo más llamativo es el bullicioso mercado junto a la carretera por la que discurre la avenida, y en el que es posible encontrar de todo: frutas maduras, pedazos de carne en expositores que apenas consiguen espantar las moscas, cualquier variedad de pescado seco, jabones, …; donde conseguimos lo necesario para el trekking de los próximos días, si consigues evitar ser atropellado por los tuc tuc (comunes en Asia, a modo de auto rickshaw, motorizados, que sirven de taxi). Según Valentina, aquí hasta las hormigas tienen un tuc tuc, fruto del crecimiento urbano y la inflación derivada de la explotación y comercialización de la vainilla, que hace que comprar aquí sea más caro que en Europa para los malgaches.

            Tras dormir arrullados por el mar, la mejor medicina para reparar mi maltrecho estómago, y desayunar la tradicional koba (una masa de cacahuete molido, harina de arroz y azúcar de caña envuelta en hoja de plátano), salimos al norte con dirección al Parque Nacional de Marojejy.

 


PN Marojejy

            Vamos en un pequeño bus y el ambiente es animado, estamos decididos a que no trunque nuestro buen ánimo ni la humedad ni los frecuentes atascos en la salida y entrada de la ciudad. ¿Cosas que hacer en un atasco?: comprar, observar lo lisas que están las ruedas de los vehículos, el equilibrio de las mujeres que nos sonríen con los cestos en la cabeza, los encajes de trenzas que tejen hermosos peinados, cómo el tuc tuc hace un cambio de sentido suicida, los diferentes colores de lambas (telas que usan de vestimenta, o como paños para amarrar carga a la espalda), comprar verduras bio, adivinar las etnias de los cientos de personas que se cruzan… Así, entre risas y algún desespero, logramos alcanzar la carretera hacia la montaña. Gracias al comercio de la vainilla, el acceso a la montaña y las zonas de cultivo es una carretera asfaltada que la une al mar, para luego poder exportarla a los mercados internacionales, por lo que el viaje es corto, apenas unos 60 kms, y cómodo.




            Pronto abandonamos el bus al pasar un puente, en plena carretera, para alcanzar a pie una pista de tierra que se dirige a las montañas. El ambiente es húmedo, algo necesario para el cultivo de la vainilla, por lo que el camino que nos resta hasta el Parque Nacional es un hermoso paisaje de campos verdes, abundante vegetación y unas montañas recortadas por la bruma. Atravesamos pequeños poblados con casas de madera de planta baja y techumbre de hojas de palma, que suelen evitar el agua de las frecuentes lluvias sobreelevando los suelos varios palmos mediante pequeños pivotes. Aprovechan los momentos de sol para dejar secar sobre grandes esterillas de rafia arroz, granos de café y, sobre todo, pequeñas dunas de vainas de vainilla.





            Las vainas desprenden un aroma dulce, embriagador, que nos lleva acompañando desde inicio del camino, por lo que pronto nos acercamos a las esterillas para apreciar mejor su perfume. Nos cuentan que la vainilla de Madagascar, denominada bourbon, fue introducida en África desde México por los franceses en el siglo XIX, y que encontró tierra fértil en la isla malgache por su combinación de humedad y calor. Proviene de un tipo de orquídea trepadora que puede llegar a alcanzar los 90 metros de longitud, y en sus tallos crecen ramilletes de flores donde se obtienen las vainas. Ante la ausencia de insectos que polinicen la flor, se tiene que hacer a mano de una forma muy laboriosa. Además, al recolectar hay que esperar meses para que se cure, se seque y así huela o sepa a vainilla. Si en su origen azteca, consumirla era ya un privilegio (se ingería especiando una bebida preparada a base de cacao y maíz: la bebida de los dioses, la denominaban, exclusiva para la élite), hoy en día continúa siendo un lujo. Es la más preciada y sabrosa del mundo, por encima de la de México, por eso el 85% de los campos de vainilla del mundo se encuentran en esta isla, principalmente en la zona de Antalaha. En los últimos años, el precio por kilogramo de la vainilla se ha multiplicado por tres, principalmente por los desastres naturales: un huracán el año 2000, un ciclón en 2017, la deforestación, tráfico ilegal, leyes de oferta y demanda…





            Al ser una de las especias más demandadas y escasas del mundo, no es extraño que detrás haya un séquito de mafias que obliga a los cultivadores a tener armas, muchas veces de fabricación casera, para defenderse. En este paseo descubrimos que la mayoría de productos que consumimos, que en teoría llevan vainilla, no la tienen (su precio sería muchísimo más alto), sino que usan extractos de laboratorio como sustitutivos. La necesidad de defender los cultivos hace que cada agricultor marque sus vainas con un sello, que varía desde su nombre a un número de serie, directamente en la planta, de tal modo que el sello resiste tras el secado. Las plantaciones de vainilla reflejan un área rica en recursos pero pobre en todo lo demás. Hemos tenido suerte, porque pese a ser época de lluvias, nos encontramos en la temporada de recolección y secado, y por eso podemos ser testigo de esta parte del proceso.

 


            A paso decidido, atravesando pequeños riachuelos y arrozales, llegamos a la entrada del Parque Nacional Marojejy. El nombre es polisémico, tiene muchos significados: “muchas piedras”, “muchos animales”, “mucha lluvia” o “lleno de espíritus ancestrales”. Los días siguientes nos van a demostrar que ninguno de sus significados es falso. Como escribirá nuestro compañero Vicenç en sus reportajes audiovisuales, la situación de Marojejy hoy en día es más delicada que nunca, ya que casi todos los bosques adjuntos han sido talados y quemados. Marojejy es ahora una isla de densos bosques primarios rodeados por grandes áreas dedicadas a la agricultura de supervivencia. Los aldeanos deben de ser conscientes del valor inestimable de los bosques y la urgente necesidad de protegerlos, a ellos, a sus hijos, a sus nietos, y a las generaciones futuras.

            Según nos cuentan los guías, y así está explicado en carteles y el pequeño centro de interpretación y acogida de visitantes que hay a la entrada, el origen de este parque arranca en 1948, cuando el profesor Henri Humbert, del Museo de Historia Natural de París, visitó esta zona y quedó impresionado. Fruto de esa visita fue la publicación de un libro, Maravillas de la naturaleza”, que se hizo muy popular y trajo como resultado la protección del área pocos años más tarde, en 1952, como Reserva Natural, y en 1997 como Parque Nacional. Leo en algunos artículos que desde entonces es un sitio fundamental para la investigación científica de flora y fauna, además de abrirlo al público para que valore y disfrute la riqueza medioambiental de la zona, porque es el bosque lluvioso de altura más denso del mundo. Es por esta razón que es el único Parque Nacional que ofrece a quien lo visite cabañas de madera para dormir, distribuidas en tres campamentos en diferentes alturas conforme te vas acercando a la cima del macizo. Posee varios montes que superan los dos mil metros de altura, con extensos valles estrechos cubiertos por bosque de montaña que protegen un centenar de especies de aves, una decena de especies de lémures, o árboles que se creían extinguidos de la tierra.


  


          Este parque, junto a otros (Ranomafana, Andringitra…) son reliquias de pluvisilva en la Gran Isla, por eso fueron reconocidos en 2007 por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad bajo el nombre de Pluvisilva de Atsinana. Al parecer, es el único macizo grande de la isla donde la mayor parte del bosque permanece intacto. En las numerosas rutas que ofrece puedes observar lémures del bambú, anfibios, geckos, camaleones. Y especies endémicas de dalbergia, bambú gigante, palmeras y helechos.

            Con el objetivo de ser más respetuosos con el bosque, poder desplazarnos con más silencio y disponer de comodidad en las cabañas, nos separamos en dos grupos acompañados por guías, que permaneceremos independientes los siguientes días. Cada uno de los grupos irá a un campamento con diferente altura, hay 700 metros de desnivel, y tras un día y medio haremos el cambio. El primer campamento está más cercano, y es al que optamos Pacopé, Dani, Susana, Teresa, Miguel y yo, junto con Thierry. Aunque el inicio lo hagamos juntos, en un trekking común, el resto, subirán a mayor altura durante un par más de horas.



Tras un primer rato jovial y en grupo, con el paso de las minutos nos vamos distanciando, y el rebaño que formamos se va estirando de forma natural. Es un hábito al que acabo cogiéndole el gusto, porque eso me permite ir a mi aire, disfrutar del paisaje o el silencio, según mi estado de ánimo, y parar a fotografiar o descansar sin estar pendiente excesivamente de los demás. A través del camino, siempre envidio a los guías y las personas locales con las que me cruzo, su agilidad en el paso, su conocimiento del terreno, su habilidad pasmosa para salvar cualquier pendiente o sendero a pesar de ir descalzos, o con un calzado al que le viene grande el nombre. Pero siempre, al cabo de unos segundos, y dependiendo de si en el cruce me han sonreído o no, si el cansancio o el trabajo se halla tatuado en su piel, la envidia da paso a la reflexión, y en ocasiones, llego hasta sentirme un intruso en el sendero, sin mucho derecho a invadir una realidad de la que desconozco tanto. En la primera parada, destinada a comer todos juntos antes de dividirnos cada uno hacia nuestro campamento, llego cansado cuando apenas he iniciado el recorrido.



El sendero hasta el primer campamento, Camp Matella, a unos 4’5 kms y con un desnivel de 450 metros, no es muy complicado, con un denso paisaje selvático que hace difícil ver algo más allá de los márgenes del camino por la tupida vegetación. Llegamos al atardecer, y tras descansar un poco y acomodarnos en las cabañas, iniciamos una visita nocturna a la zona. Con los frontales en la cabeza, caminamos en silencio para no asustar a los animales, pero salvo algún lémur despistado cuyos ojos brillan en la noche al cruzarse con nuestra luz, poco descubrimos más allá de geckos, ranas, serpientes y el huidizo uroplatus. Una variedad de reptiles que se mimetizan tanto con el entorno que es casi imposible distinguirlos de una roca, un tronco de árbol o un liquen. El más llamativo es el uroplatus, un reptil parecido al camaleón, cuya piel reproduce la corteza de un árbol, lo que los hace muy difícil de ver. Hay que tener muy buen ojo o un experto guía, como es nuestro caso, para localizarlo. Para algunos malgaches, esta especie es fady, y no deben tocarse porque acabas muriendo en un plazo corto de tiempo.

            Cansados después de un día agotador, nos acostamos pronto tras la cena, aunque el calor, la humedad, los sonidos de la naturaleza salvaje y el miedo a los insectos, arañas serpientes, sanguijuelas, hace que tardemos en conciliar el sueño encogidos en los sacos de dormir.

 


Con los primeros rayos de sol, nos lanzamos en búsqueda de una cascada que se encuentra a un kilómetro, para luego ascender hacia el campamento 2 en un trekking de un par de horas. Es el momento en que puedes apreciar el bosque primario, frondoso, húmedo. Pero el sendero es estrecho, la mayor parte del tiempo nos obliga a caminar en fila, uno tras otro, rodeados por una espesa vegetación. Parece que caminamos bajo una techumbre de hojas formada por las copas altísimas de los árboles que en busca de luz nos circundan. Entretejidas por helechos arbóreos que enlazan las ramas de los diferentes árboles se suceden lianas, troncos y hojas de mil y una formas. La rapidez de nuestros pasos suele ser reflejo de la intensidad de la lluvia. La humedad trae sus consecuencias: debo guardar las gafas porque me es imposible ver tras cristales empañados, el barro campa a sus anchas por nuestra ropa y nos hacemos grandes amigos de las sanguijuelas que parecen extasiadas ante nuestra presencia y deciden adoptarnos como despensas andantes o gratuitos dispensadores de sangre móviles. Por no hablar de las piedras resbaladizas cubiertas de musgo que parecen acecharte con el objetivo de que pierdas el equilibrio y acabes tirado en el barro, o cayendo por la ladera. En eso, Susana y yo nos hicimos expertos, y solo hacia falta un cruce de miradas para compartir nuestro hastío. Pero, pese a estas ligeras incomodidades, los maravillosos paisajes que nos ofrecen los bosques húmedos, con sus arroyos de agua casi como pequeñas cascadas, y la búsqueda de los huidizos lémures, son un regalo de la naturaleza que mi retina quiere fijar a cada instante.




Continuar ascendiendo sin gafas se convierte en toda una aventura, y más con una lluvia intermitente que hace que ponerte y guardar (cuando frena el agua el sudor es asfixiante) el chubasquero sea la acción más repetida de la mañana, evitando no batir el record de caídas. Decidimos no abandonarnos ante la desesperación de una lluvia que todo lo humedece, hasta el ánimo, para afinar el oído y notar como cualquier sonido, como el deslizarse de un insecto sobre una hoja, o la gota de lluvia que cae sobre la corteza de los árboles, te recuerda que hay una vida oculta, allí, a tus pies, junto a tus manos, bajo tu cabeza, que nunca vas a conseguir atrapar, ni en la mirada ni mucho menos en el diario o la cámara.

Por fin llegamos al segundo campamento, Camp Marojejy, en el cauce de uno de los riachuelos que cruza el parque. Eso no significa que uno se pueda relajar, hay que pasar con cuidado porque ante tus pies aparecen losas de piedra que resbalan con mucha facilidad. En una plataforma de madera, insertada en la ladera de la montaña, techada y con espacio para una cocina y una mesa grande donde comer, encontramos a nuestros compañeros. Acaban de finalizar una ruta para avistar lémures y están preparándose para descender al campamento 1. Nos hace ilusión el breve encuentro, dónde en frases rápidas y entusiastas compartimos lo mejor de ambos campamentos. Están esperando a Oleana, nuestra atleta rusa, que ha intentado superar el campamento 3 con un guía y alcanzar el Pico Marojejy, de más de dos mil metros de altura, y un desnivel de 700mts. Este ha sido uno de los motivos de su viaje con nosotros, porque en una expedición anterior no pudo llegar a la cima. No va a tener suerte, a pesar de haber iniciado el ascenso de madrugada. La lluvia y la altura, donde empieza a crearse nieve, se lo impiden, y desciende resignada para unirse a su grupo en la ruta de descenso.

            Aquí arriba el bosque primario es mucho más denso, repleto de una tupida vegetación, musgos, líquenes y lianas, así que una vez solos, y ante los consejos de nuestros compañeros que acaban de hacerla, iniciamos una ruta para avistar lémures. La alegría del encuentro nos ha dado fuerzas y ánimo, así que pese al barro, las raíces que emergen de la tierra, y las sempiternas piedras resbaladizas, nos lanzamos a la aventura. Marchamos en silencio, en fila de uno a uno, intentando afinar el oído y la vista. De vez en cuando, los guías nos sorprenden reproduciendo los sonidos con los que se comunican entre sí los lémures con el objetivo de que hagan acto de presencia. Si los lémures están tranquilos, y situados a suficiente altura, podemos acercarnos con tranquilidad (pero sin hacer ruidos o movimientos bruscos) y contemplarlos. Es normal no verlos aislados, porque se organizan en familias, lo que ayuda, y bastante, a satisfacer nuestra curiosidad y afán fotográfico.




En Marojejy existen cuatro tipos de lémur: lémur bambú, el sifaka, el lémur dorado y el lémur de frente roja. Encontrar lémures no es sencillo, ya no por la lluvia o la humedad, sino al transitar por laderas y pendientes boscosas, sin sendas ni caminos, áreas frondosas donde los animales no son fáciles de avistar. Caminando por las sendas del parque, estamos pendientes de localizarlos. Debemos ir con cautela, sin hacer mucho ruido, para no ahuyentarlos. Durante un buen rato nuestros esfuerzos no dan resultado, pero, cuando menos te lo esperas, la expresión de nuestro guía cambia, se pone tenso, rígido. Nos pide que no nos movamos, y escucha, escucha el aire, el caer de las hojas, el sonido de un bosque que es como un libro abierto para él, dónde leer un camino, una ruta, un objetivo. Y, con rapidez, nos  sumerge ladera arriba, entre lianas que te producen arañazos, piedras que resbalan y provocan caídas, intentando mantener un equilibrio imposible con el rápido ascenso. Y por fin podemos verlos, los lémures, el sifaka. No es solo un ejemplar, sino una familia. Entre las ramas, el lémur más curioso nos mira fijamente, y, juguetón, decide girarse y desplazarse de rama en rama. Sus saltos son ágiles, rápidos, y encierran en su movimiento una extraña elegancia, contagiando el movimiento al resto de su familia, iniciando una hermosa coreografía, natural, salvaje, bellísima. Como genios del bosque, te limitas a observarlos, sintiéndote afortunado de compartir unos minutos de su vida, mientras se limpian el pelaje, te miran curiosos o hacen carreras de saltos. Tras agotar la memoria de nuestras cámaras, deciden perderse entre los árboles. Pronto solo queda el movimiento de las hojas y las lianas tras su paso, y no podemos reaccionar. Parece que se ha parado el tiempo. Ya no importa el cansancio, las horas de mirar hacia las copas de los árboles tensando el cuello. Todo eso ya carece de importancia.

            El regreso al campamento adquiere ya otro tono, vamos animados y apretando ligeramente la cámara contra nuestro pecho, como si custodiáramos un tesoro. Allí, entre los bancos y la mesa de madera, cerca de la cocina, es normal encontrarse con mangostas de cola anillada que se acercan a ver si obtienen un poco de comida. Llenamos el estómago, descansamos y buscamos la higiene con un cazo de agua resguardados por cuatro tablones de madera maltrechos.



            Estás rodeado de bosque y selva hasta el infinito. Y agradeces la soledad del grupo, sin apenas nadie más que no sea nuestra otra mitad en otro campamento más abajo, el rumor del agua y el eco de los pájaros. En las conversaciones nocturnas, iluminados por débiles velas, descubro lo afortunado que soy por coincidir en este grupo de viajeros. Hay muchas maneras de viajar, pero no todas coinciden con la mirada con la que uno contempla el mundo. Sentado junto a Pacopé, Teresa, Miguel, Dani y Susana, y echando de menos a Vicenç, Dolors, Jesús y Ana, Miriam, Guada, Ana F, Esther y nuestra rusa Oleana, capitaneados por Valentina y Thierry, tomo conciencia de que estamos formando una familia que comparte mi asombro por esta tierra, creando unos lazos que quiero sentir duraderos. Los días venideros me confirmarán que no estaba equivocado.

 


            Madrugamos, en el silencio de la mañana tan solo escuchamos a las aves en su desplazamiento a través de las hojas. Conforme pasan los minutos, la 'menara', la niebla, va desapareciendo dando paso a los primeros rayos de sol que luchan por encontrar su hueco entre la espesura del bosque y su armadura de helechos, troncos y lianas. Queda una larga caminata si queremos llegar antes de mediodía a la entrada del parque. Descendemos mucho más rápido que en días anteriores, quizá nuestro cuerpo se ha habituado a los misterios de la montaña, aunque alguna caída aislada nos vuelve a poner en nuestro sitio, como si el bosque no nos dejara desafiarlo. Durante el recorrido hay unas pequeñas cascadas con piscinas naturales que invitan al baño, aunque no podemos detenernos el tiempo suficiente para refrescarnos, y nos limitamos a admirarlas fugazmente.



            Al regresar de la montaña, andando hacia la carretera donde nos esperaban las furgonetas, puedo saborear la tranquilidad de un paseo, caminando por estrechos senderos, algunos delimitados por piedras, entre húmedos arrozales y pequeños pastos. El aire fresco se va llevando la humedad y el olor a tierra mojada, para dar paso al sutil aroma a vainilla que respiro profundamente. Cruzamos pueblos de casas de madera y techos de paja o chapa, acostumbrados al paso de la gente, incluso extranjera, seguramente por el comercio de la especia. Así, entre risas, niños descalzos, y más de un transistor con animada música, mis músculos, agarrotados y cansados de los trekkings húmedos de la montaña, se relajan poco a poco, al son del paso y de la vida local.



            En la entrada del Parque, nos despedimos de nuestros guías en la montaña, Moisés y Jackson. En un círculo entonamos, con más gracia que pericia, nuestro himno particular de lore lore maku maku, pero lo más importante son las palabras de Moisés: “si gente como vosotros no viene al parque, esto no sirve para nada, no tiene sentido; con la entrada tener seguro que la mitad se dirige a la comunidad local, y la otra parte al mantenimiento del parque; es un proyecto de desarrollo que sirve para conservar nuestra naturaleza, nuestros bosques, y concienciar a la población de que respetando nuestro entorno podemos tener futuro”. Sus sabias palabras nos emocionan, y mientras subimos a un pequeño bus con dirección a Sambava, anoto en rápidos trazos en mi diario esta emoción. Atrás queda Maroyeyi, y con él los lémures, el barro, las sanguijuelas, las paranoias por los picores, el calor y el insomnio por la noche, pero también la sensación de que atrás dejamos un rincón salvaje, auténtico, casi sin explorar, uno de los últimos territorios vírgenes de Madagascar. Y tan sólo por eso merece la pena cualquier sanguijuela.

 


Vohemar

            En el breve período en que permanecemos en Sambava, no solo da tiempo a comer y recoger petates destino Vohemar, sino a celebrar la afinidad del grupo en esta expedición. La razón es el cumpleaños de Dolors, el medio una apetitosa tarta con velas que Valentina ha conseguido quién sabe dónde, la consecuencia una emoción desbordada y una alegría que entra por las venas gracias a los brindis con ron de vainilla. Pequeños detalles que hacen de esta aventura algo a recordar, como prueba una pequeña pulsera de hilo multicolor que me regalan Vicenç y Dolors y que ahora acaricio con nostalgia mientras escribo estas palabras.

 




            El camino a Vohemar transcurre por la Route N5. Más de un centenar de kilómetros por una carretera irregular, atravesando estrechos puentes entre arrozales, gente bañándose en riachuelos o lavando su ropa que dejan secar al sol sobre las rocas, rebaños de cebúes y un paisaje selvático. Cruzamos por pequeños pueblos como Ampanefema, donde aprovechamos para estirar las piernas, hasta alcanzar Vohemar (también conocida como Iharana), una pequeña localidad costera. Descansamos en pequeños bungalows al pie de mar. Por la mañana, en la espera de organizar los 4x4, salimos a andar. La playa marca pequeños caminos que en bajamar los habitantes suelen usar para acercarse al pueblo o trasladar cebúes, mientras humildes canoas esperan pasa salir a faenar.







            De nuevo camino, esta vez por una deficiente pista de tierra roja en la que lo que más destaca son los pachypodium (una especie de pequeños baobabs en flor), hacia Daraina, una aldea de etnia betsimisakara, que tiene una Reserva Natural. Pero no todo en el trayecto son baobabs, cerca del acceso a la Reserva encontramos una excavación minera de oro, en los bosques cerca de Andranotsimaty. Es la cara menos amable de Madagascar, donde familias enteras viven en el polvo y el barro, haciendo agujeros en el bosque en búsqueda de partículas de oro. Un trabajo en el que todos los miembros del núcleo familiar participan. No es una tarea fácil, ninguna en estas tierras lo es. Con herramientas rudimentarias, principalmente palos de madera y cuencos de calabaza, machacan piedras auríferas al sol, para conseguir solo unos gramos de oro que venden a bajo precio a los intermediarios. Entrecruzo una mirada con uno de los jóvenes de la familia, y es cuando entiendo las palabras de Vaquerizo, hay adolescentes que pueden envejecer veinte años con una mirada Los encargados del Parque intentan ayudarles, enseñándoles a cultivar para sacarlos de esa miseria, pero es difícil competir con la fiebre del oro y los sueños de riqueza.



            No vemos el metal preciado, pero mientras observamos el duro trabajo de esas familias, muy cerca de nosotros hace acto de presencia una familia de lémures sifaka de oro coronado (sifaka tattersalle), llamados así por el pelaje dorado que presentan en su coronilla. Así que gracias a ellos encontramos oro en los árboles, aquí, en medio de un bosque selvático perdido en el noroeste, bajo la forma del último de los lémures descubiertos y, por ello, el más desconocido. Es uno de los primates más amenazados del mundo por la tala y quema del bosque para siembra o pastos, la extracción de madera y oro, y la caza furtiva. Así que, de nuevo, como ocurrió en Marojejy, quedamos ensimismados contemplando un lémur de espléndido pelaje, que salta, se reúne con sus crías, y nos contempla desde la copa de los árboles.



            Con el recuerdo de un lémur que parece un cruce entre un mono y un peluche, accedemos a la Reserva Natural de Daraina, al Campamento Tattersalli Son campamentos que pertenecen a una ONG (Fanamby), cuyas donaciones y beneficios van dirigidos a paliar la deforestación y restauración de los bosques. Está formado por  hermosas cabañas construidas con materiales locales cuyo uso está sujeto a las normas medioambientales, con un diseño oriental de paneles de madera y rafia que recuerda a las casas japonesas. Una de las razones de visitar el campo es conseguir encontrar uno de los animales más extraños del mundo, y de los más difíciles del ver, el aye aye.





Cuando llevas un tiempo en esta isla, asumes con naturalidad que sus bosques están llenos de seres que desbordan la imaginación. En su libro Rescate en Madagascar, dice Gerald Durrell, el extraordinario naturalista, que Madagascar es una isla llena de magia y repleta de tabúes o fadys. Por eso no sorprende que un producto tan extraño de la evolución como es el ayeaye, el mayor primate nocturno del mundo, con ese larguísimo tercer dedo para extraer larvas y alimento, se le atribuya poderes mágicos. En algunos sitios, si se lo encuentra cerca de una aldea se considera que es heraldo de la muerte y que, por tanto, hay que matarlo. Si es pequeño, podría morir un niño de la aldea. Si es grande y de color blancuzco, el que está en peligro es un adulto de piel clara, y si es un animal oscuro, el que corre peligro es un ser humano de piel negra. El que se dedique a alimentarse de cocoteros, caña de azúcar, árboles de clavo donde residen suculentos insectos o escarabajos, hace que para muchos campesinos, cuya supervivencia depende de esas plantaciones, lo perciban como una amenaza real, nada de mágica, y no les quede muchas otras opciones más allá de la de matarlo para no morir de hambre. Si a eso le unimos la tala indiscriminada de árboles, no le queda un futuro muy halagüeño que digamos para uno de los seres más fascinantes y raros de ver del mundo.



            Una de las mayores dificultades a la hora de poder observarlos, deriva del hecho de que están en continuo movimiento, buscando zonas donde comer. Cada noche, una vez han comido, construyen sus nidos para dormir, abultadas construcciones de hojas y ramas, con hierbas blandas en su interior para descansar. Durante el día duermen, saliendo por las noches a comer o buscar nuevas zonas donde conseguir el alimento. No suelen pasar más de un día en el mismo nido, por lo que cuando se localiza uno de estos refugios hay altas posibilidades de que esté abandonado. Es por eso que, una vez instalados en el campamento, nos lanzamos en su búsqueda con rastreadores en plena noche. No debemos hacernos ilusiones, en los más de diez años que Valentina lleva en la isla, ha conseguido avistarlos en muy pocas ocasiones y siempre gracias a la pericia de estos rastreadores que leen el bosque como si fuera un libro abierto. Uno de ellos ha localizado unas horas antes lo que parece un nido de cigüeña en lo alto de la copa de un árbol, así que nos internamos en lo profundo del bosque y nos sentamos en silencio durante más de una hora bajo el nido a la espera de que asome. ¡¡Y en la lotería de la vida, esta vez tenemos un boleto ganador!! Primero aparece una larga cola, un pelaje suave y, al poco, tras el famoso dedo alargado, una cara de murciélago con grandes ojos brillantes que reflejan sus hábitos nocturnos. Quedamos sin respiración, y enseguida renuncio a hacer fotos para contemplarlo. Su aspecto primitivo, sus enormes orejas, su delgado, huesudo y largo dedo. Regresando al campamento no podemos dejar de pensar en tan extraño animal, casi como un fantasma. Como dice Vicenç, poder avistarlo en libertad es un auténtico milagro, poder fotografiarlo, un privilegio escaso.

 

Ankarana

            De nuevo en ruta, ahora por la RM-5, hacia la Reserva Forestal de Ankarana. Se trata de una de las peores pistas de todo Madagascar, con lo que eso supone, pero bueno, al fin y al cabo esto es una expedición, no hay que ponerse exquisitos sino vivir la aventura, aunque eso traiga consigo más de diez horas de horrenda circulación. A los atascos, piedras, pedruscos e inmensos baches como cráteres, hay que añadirle el barro derivado de las ocasionales lluvias o las pequeñas lagunas. La deforestación trae sus consecuencias. Sin la fuerza de las raíces, la tierra se desprende y los caminos de tierra se destrozan. Con la lluvia se crean agujeros o desmoronan. Es frecuente, ante ese estado, la existencia de pistas paralelas creadas con el circular irregular de los vehículos ante la imposibilidad de continuar por la principal, por su mal estado o las inclemencias del tiempo. Pistas alternativas, aunque sean pocos tramos, que en ocasiones conllevan peajes particulares de gente local, que así se saca un dinero. Así que te puedes encontrar con dos o tres pistas en más de un tramo, sin saber cuál es la correcta o cuál tendrá mejor estado. Por delante, páramos, desiertos, sabana…Y ojos bien abiertos.



Las abundantes pozas de barro en algunos tramos de la pista te obliga a ir despacio, muy despacio, casi como obligándote a que no ignores esta tierra, a que la degustes poco a poco, a que te mezcles con su gente, a que hables, a que sonrías, a que el polvo de su tierra roja o el marrón de su arcilla porosa te impregne la piel y el alma. Por el camino avistamos un grupo de niños escuálidos, y durante un tiempo, a pesar de que hemos pasado rápido, queda su imagen en mi cabeza. La mirada triste y casi vacía de Thierry al girar la cabeza de la ventanilla me hace ver que, quizás, hemos pensado lo mismo. Uno, al viajar, suele pasar de puntillas por una realidad que siempre es más dura y profunda de lo que se intuye a primera vista. Y es fácil juzgar, como diría Brandoli, aunque no se tenga esa disposición. En mi diario no busco juzgar cuando escribo la palabra hambre, o cuando recorto una página de un periódico donde señalan que el 50% de la población sufre malnutrición crónica (la cuarta tasa más alta del mundo), agravado por los efectos de El Niño, que ha dado lugar al período de sequía más largo de los últimos 35 años. En un país donde solo el 5% del presupuesto nacional se dedica a atención sanitaria. Es la otra Madagascar, la que no veo, o dejo de ver, con un 80% de la población que vive por debajo del umbral de la pobreza, la mayoría en el sur. Un sur que, pienso, queda lejos de mi ruta. Un sur donde un cuenco de arroz puede ser una vida. En mi diario no busco juzgar, pero si quizás lo que busco es no perder la inocencia, y no sé si eso me hace sentir bien. Como Thierry, durante uno tiempo mi mirada queda vacía y pensativa.

 

Paramos a comer en Maromokota. En la pista es común encontrarte hotelys, espacios sencillos que hacen la función de bares-restaurantes donde parar a comerse por poco dinero sopas, un plato de arroz con pescado o carne de cebú. Al inicio del pueblo bajamos de los 4x4 para hacer un pequeño paseo hasta el lugar donde comemos y conocer la vida local. Es un pueblo tradicional de carretera, donde la vida se hace alrededor de la pista, con casas de planta baja y techumbre metálica entre alguna palmera aislada, y pequeños puestos caseros para la venta de salsas y conservas en envases reutilizables, la mayoría botellas de agua, que funcionan como pequeños oasis de color ante el polvo y la aridez del pueblo y la pista.



A estas alturas del camino es frecuente encontrar camiones y constructores de origen chino. Y me da por pensar que más allá de la omnipresencia del gigante económico chino en tierras del continente africano, las huellas de una conexión de esta isla con Oriente salen a la luz en cada tramo del viaje, desde el origen de los malgaches (la mayoría no se siente identificada al cien por cien con África) a las historias que nos cuentan Thierry y Valentina. Como la del famoso tren de Madagasgar, el Expreso Malgache que une las tierras agrícolas del centro de la isla con la costa del Índico a través de la jungla y plantaciones de té y café, y que al parecer construyeron miles de obreros chinos en la década de los 30 del siglo pasado, con excedentes de otro tren colonial construido en Indochina.

            Continuamos con el trayecto, ahora ante un escenario salpicado de valles de diferentes tonalidades, entre el verde, el marrón y el amarillo, hasta alcanzar, ya anocheciendo, la Reserva Natural de Ankarana, y descansar en cabañas.

 


El Parque o Reserva Natural de Ankarana, es el segundo más antiguo del país. Su nombre, Ankarana, significa “el lugar de las piedras puntiagudas”, porque en su interior pueden encontrar tsingys, si bien no es tan famoso como el de Bemaraha. Se trata, como ocurría allí, de una cordillera formada por el plegamiento de un macizo de roca caliza, y roturada por la erosión de las lluvias tropicales. Más de un centenar de kilómetros con simas, cuevas y cañones. Según nos cuentan, este macizo es sagrado para la etnia de los antakarana, la mayoritaria en esta zona norteña, porque en él se refugiaron durante la guerra contra la etnia dominante de los mérina, y en algunas cuevas están enterrados parte de sus reyes. Coordinados por un guía alcanzamos un mirador desde el que contemplar, de nuevo, un mar grisáceo de pináculos y agujas de piedra que brillan ante el cielo despejado y azul.



Mientras recorremos la reserva, caracterizada por un boque seco y caducifolio, nos van explicando la riqueza del área en plantas con propiedades medicinales y admiramos la variedad de baobab adansonia perrieri, la especie más extraña y en peligro de extinción, que no suele superar los quince metros de altura y presenta unas flores de agradable aroma y color amarillo pálido. Pronto llegamos a uno de los lugares mágicos del parque: Perte de Rivieres (lugar donde se pierden los ríos). En pleno bosque aparece un gran pozo que se ha ido creando con la erosión, y en su parte superior ha modelado el terreno dibujando una especie de graderío rupestre idóneo para sentarnos y contemplar este espectáculo de la naturaleza. En época de lluvias justo en este punto se produce la confluencia de tres ríos que provocan un enorme remolino en su caída que erosiona la tierra y piedra, creando un enorme agujero que los espeleólogos que han estudiado aguas subterráneas dicen que vierte en el Canal de Mozambique.




La erosión causada por los cursos de agua ha transformado el paisaje en una sucesión de cañones, trazos de densa jungla tropical, profundas cuevas y franjas de bosque caducifolio, donde puedes encontrar desde los tres tipos de madera de la isla: palisandro, ébano y palo rosa, muy demandados por el mercado chino de la madera propiciando un saqueo constante que ni siquiera los fadys, que han protegido estos bosques durante siglos, pueden evitar; una ninfa blanca, medio oruga medio araña blanca, de nombre phromnia rosea, o cicadelle de Madagascar, porque se transforma en una suave mariposa rosa; camaleones que, huidizos, se camuflan con los troncos y las hojas, donde permanecen inmóviles confiando en su estrategia. De colores inimaginables, verdes, amarillos, rojos, naranjas, les vemos reposar en una hoja o rama, a la espera de que las presas les pasen por delante, o caminar a cámara lenta mientras mueven sus ojos extraviados.

Por último, nos dirigimos a la Grote des Chauves-Souris (Cueva de los Murciélagos). Como casi todo lo que merece la pena, no es de fácil acceso. Hay que bajar por una zona bastante escarpada, y con un marcado desnivel, hasta alcanzar la entrada. Son dos cuevas, con un acceso muy estrecho, y presencia de estalactitas y estalagmitas. Por mucho que te anticipas a ese momento, y a que hay una oscuridad que lo envuelve todo, cuando enfocas con tu frontal, o, mejor dicho, cuando el haz de luz fruto de la unión de muchos frontales, ilumina la cavidad superior donde reposan boca abajo cientos, miles, de estos mamíferos, enmudeces, no hay palabra o sonido que escape de tu garganta. Una mezcla de estupor y atracción no te deja apartar la mirada, sobre todo cuando por efecto de la luz momentánea y artificial, escuchas el batir de sus alas o un rugido mudo, casi como un chillido, que logra encontrar su eco en las profundidades. Aquí, protegidos por los murciélagos, descansan los espíritus de los guerreros antakarana, que cuentan prefirieron morir de hambre escondidos en las cuevas, a rendirse a los invasores merina que unificaban la Isla. Procurando no hacer ruido, ni resbalarse y caer ante las húmedas rocas, vamos saliendo de uno en uno, sin llegar a asimilar lo impactante de la escena y cuántas cosas quedan por descubrir en esta tierra virgen y salvaje.



El símbolo del parque, el lémur coronatus, nos ha sido esquivo durante el paseo. Nos habían dicho que era un buen lugar para ver de cerca a estos mamíferos, símbolo también de Madagascar. Y la espera mereció la pena. Al hacer un alto para comer en una zona reservada para picnic y barbacoa, entre las mesas, atraídos por la comida y seguramente habituados a los turistas, aparecen lémures que sin ningún tipo de miedo, y en ocasiones con mucho descaro, se acercan enormemente a nosotros. Al ver a estos animalillos de ojos saltones tan cerca de m mano (y de mi objetivo fotográfico), solo puedo maldecir las horas perdidas en selvas y parques intentando adivinar la silueta de lémures fantasmas o de obtener una fotografía más o menos nítida de uno de estos ejemplares posando grácilmente en una rama a cinco metros de altura.





En esta gran Isla se encuentran la totalidad de lémures que quedan en la Tierra. En la mitología romana, la palabra latina lemures se asociaba a los espectros o espíritus de la muerte, la versión maligna de los lares (almas benevolentes de la familia y protectoras del hogar). Se decía de ellas que vagaban por la noche y que atormentaban y asustaban a los vivos. A esos primates de Madagascar los denominó así el naturalista Linneo, por el miedo que les causaba a los colonos franceses, que se asustaban al intuir en las nieblas nocturnas del interior de la isla sus grandes ojos y los sonidos tremendos que hacen por la noche. Los malgaches, sin embargo, se limitan a asociarlos a los monos al denominarlos maki, como una empresa nacional de camisetas se encarga de comercializar. Los más grandes son el indri y el sifaca diademado, el más parecido a los monos y quizás el más conocido por la película animada de Pingüinos de Madagascar, de cara negra con una corona blanca, pelaje gris plata y una larga cola anillada. El Indri, de color blanco y negro, se llama así por la palabra malgache indri (mira!), justo lo que exclamaban los exploradores malgaches cuando querían centrar la atención de los franceses sobre estos animales.



            Ahora, dependiendo de la mirada, los lémures son desde objeto de atracción turística, protagonistas involuntarios de supersticiones fady o emblema nacional a proteger, pero hace unos 50 millones de años, cuando Madagascar estaba unida a África y no habían aparecido los monos ni los simios, en el escalón más alto de la pirámide evolutiva que culminaría en el hombre, según palabras de David Attemborough, se encontraban estos seres. Al separarse la isla, y sin la competencia de los siguientes mamíferos africanos, protegidos por la barrera marítima, pudieron seguir creciendo y evolucionando. Los ejemplares que tenemos ante nosotros aquí, el coronatus, presentan una banda roja a modo de corona, y un hocico negro. Son los más sociables y curiosos, seguramente por estar habituados a los visitantes del parque, y, gracias a eso, Dani y yo podemos comprobar que es posible hacerse un selfie con un lémur, o que puedes jugar a que te arrebaten un plátano como en una película muda de los años veinte.

           

Diego Suárez

            Con el recuerdo de estos simpáticos animalillos, retomamos la pista, que tras tantas emociones no nos parece tan incómoda, hasta llegar a Diego Suárez. Antsiranana, llamada Diego Suárez desde 1975, es una ciudad portuaria en plena bahía de la costa noreste. Se llama así desde antiguo por dos navegantes y exploradores portugueses, Diego Díaz y Fernando Suárez, que pisaron estas tierras a principios del s. XVI. En plena época de corsarios y bucaneros, una hermosa fábula de Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe, sitúa allí Libertaria, un refugio de piratas a modo de colonia convertida en República, en la que todos sus habitantes eran iguales, sin esclavitud ni racismo, bajo el lema “por Dios y por la libertad” (A Deo a Libertate). Si realmente existió, poco queda hoy de esa utopía política en un núcleo urbano más centrado en el comercio que en la igualdad. No estuvimos mucho tiempo en la ciudad, pero si el suficiente para adivinarla en su deriva hacia el mar. Viejos edificios coloniales, mercados callejeros, organizados por gremios, calles por las que transitan locales, extranjeros, comerciantes, niños de mirada traviesa que parecen buscar algo que les saque de la rutina. Es curioso observar como hay una especie de orden en el deambular de personas tan diferentes, como un pacto inconsciente en el que todos participamos, arriba y abajo por sus calles. Es ese aire de las ciudades que han vivido de la gente y del comercio desde sus inicios. Un aire, también, que huele a verano y humedece tu ropa.

            Todo va despacio menos nosotros, que tras instalarnos en el hotel nos lanzamos a curiosear por los barrios comerciales y pasear por las tranquilas calles que anuncian lugares de copas y cena mecidos por la brisa del mar. En uno de ellos, el Taxi Be, decidimos hacer una degustación de mojitos, bailando para darle sentido a la humedad que nos baña de sudor.



            Por la mañana partimos, dejando atrás decadentes edificios coloniales franceses, abandonados desde la independencia del país, y que parecen resistirse a quedar olvidados ante el crecimiento turístico de la ciudad. Apenas divisamos, al abandonar la ciudad, difuminados en el horizonte, con el sol como barrera, los antiguos fortines militares recuerdo de la Guerra Mundial, y la espléndida bahía, con su costa rocosa espoleada por el viento del Índico. No soy Stevenson, ni mucho menos Long John Silver, pero esa mañana me levanto con el ánimo de buscar mi propia isla del tesoro, que responde al nombre de Montagne d’Ambre.

El Parque Nacional Montaña de Ámbar se sitúa a una hora de Diego Suárez, unos 40 kms. Un parque enclavado en una cadena montañosa de origen volcánico, y que recibe su nombre por la resina que emana de algunos de sus árboles, a la que los locales le dan uso medicinal. Sobre los 1500 metros de altitud, protege un bosque pluvial, que combina profundos cañones con selva tropical y una red subterránea de grutas, cascadas, lagos volcánicos de color jade y oscuros ríos. Al igual que ocurre con Marojejy, es recuerdo del bosque tropical que un día cubrió a Madagascar, y del que hoy solo quedan estas verdes huellas. En un ecosistema húmedo, presenta docenas de especies vegetales endémicas, como altísimos árboles parecidos a la Ceiba africana, sobre enredaderas de lianas y troncos de mil y una formas. Algunos de ellos no son originarios de la isla, ya que los colonos franceses de finales del siglo XIX, aprovecharon el bosque para diseñar un área de recreo en la que pasear frescos en las estaciones de mayor calor en el norte. Con este fin trajeron especies foráneas como eucaliptos, para que secaran el suelo, araucaria chilena, pinsapo japonés, pinos que recordaran el paisaje europeo, naranjos, etc. Es el primer parque que la ley de Parques Nacionales de 1954 contribuyó a crear. Como suele ocurrir con los lugares protegidos, también contiene espacios sagrados para los malgaches, como las cascadas que se consideran tromba (altar sagrado que hace de enlace entre el mundo de los vivos y el de los muertos). Si tienes una excelente vista, o, como fue mi caso, un guía mimetizado con el entorno, puedes tener la suerte de contemplar, camuflado entre la hojarasca, la especie más pequeña del mundo de camaleón, apenas unos tres centímetros (el brookesia minima).

 




            Recorremos un hermoso sendero, bajo la sombra de helechos, ficus, diferentes tipos de orquídeas, para alcanzar la cascada Antakarana. Las tonalidades de verde, malva, ocres, marrones, casi te hacen olvidar que a esta isla la llamaron una vez la Isla Roja. Poco hay de ese rojizo lustre en el húmedo musgo y el aire fresco de este bosque. Esta cascade es considerada sagrada por las etnias antakarana y sakalava y escenario de los rituales tromba que he mencionado antes. Renuncio a fotografiar para contemplar en silencio desde un endeble mirador este pequeño espectáculo de la naturaleza, tan solo interrumpido por el sonido del agua que cae como un regalo de los dioses.

           


Ankify

            Bañados de verde, y con una energía renovada, abandonamos el parque por la RM 6, a través de Ambilobe camino de Ankify, cruzando arrozales, campos de cacao, flores de ylang ylang y un fuerte aroma de pimienta que especia nuestros coches. Ankify es una localidad costera, que cubre la ruta entre la costa y el archipiélago de Nosy Be. Allí despedimos a Thierry, que ha de volver a Tana. Le observo fijamente, casi como si fuera la primera vez, mientras Vicenç le dedica unas emotivas palabras. Seguramente quiero fijar en el recuerdo lo máximo posible de él, evitar que se pierda entre todo lo que acumulo en mi mochila.



Thierry es pequeño, bajito y de cara ancha, pero con una sonrisa que parece abrazar el mundo entero. En sus grandes ojos se observa una cierta curiosidad por el mundo, un amor innegable por su tierra que combina con un ambición por prosperar, por salir adelante, que a veces, en sus andares rápidos y nerviosos, le dotan de una apariencia casi infantil. Verlo estas semanas hablar con Valentina, cuidar de nosotros u observar el paisaje ensimismado, me transmite una sensación que va desde la ternura a la admiración. En sus gestos, en la alegría con la que nos trata, veo la amabilidad malgache, la cercanía de un pueblo que durante siglos han acogido a extranjeros. En ocasiones creo, cuando me mira a los ojos, que tengo frente a mi a Madagascar.


            Por todo eso, no creo que sea necesario describir la tristeza que nos provoca su partida. Afortunadamente, aquí, tenemos el mar, que siempre nos salva de los dolores del alma. ¿Quién puede imaginar dormir en unos pequeños bungalows a la orilla (literalmente) del mar?. Llegar por la noche, en plena oscuridad, solo permite intuir su cercanía, a través de la humedad y el olor a salitre. Y es precisamente la noche la que me hace tomar conciencia de que mi cuerpo está descansando a tan sólo un par de metros del agua. El rumor, continuo y suave, de las olas me lleva a pensar, en el duermevela, de que a mis pies tengo la orilla, y quizás por ello mis sueños me conducen a mil aventuras sobre el agua salada. Al amanecer, cuando las pisadas apresuradas de los pescadores y del servicio, me despiertan, me aventuro a salir, cámara en mano y con legañas en los ojos. La noche no me había engañado, el mar es el único horizonte y tan solo las huellas que han dejado a su paso aquellos que me despertaron me recuerdan que estoy en un hotel. Embriagado por el mar y dejándome acariciar por los primeros rayos de un cálido sol que anuncia su salida, asciendo a la terraza en la que desayunar contemplando la inmensidad del Índico casi me quita el apetito.



            Al son de salama salama (buenos días en malgache), nos dirigimos al puerto, donde cogemos unas lanchas motoras que no le temen a un mar que con el viento poco a poco se embravece más. Tras una media hora de intrépida navegación llegamos al puerto de Hell-Ville, ya en la isla de Nosy Bé.

 

            Nosy Be

            En el extremo norte, a 617 kilómetros de Tana, y en el Canal de Mozambique, el archipiélago de Nosy Be quizás sea la zona más desarrollada del país para el turismo. Llegar aquí no es nada fácil, y uno tiene que elegir si coger un taxi brousse durante casi dos días de trayecto, apiñado entre decenas de personas y seguramente con un hato de ropa a los pies y un bebe vociferando a tu lado, cuando no con una gallina sobre la cabeza; si aventurarse de 15 a 20 horas en un 4x4 por pistas dejadas de la mano de Dios, y rezando para que no estén cortadas o intransitables, lo que multiplicaría por dos o por tres las horas de trayecto; o, finalmente, coger un avión de línea hacia la pequeña terminal que hay en el noroeste. Porque sí, en el norte de Madagascar hay un pequeño aeropuerto internacional, el reflejo del cambio de escenario, modo de vida e incluso de etnias que te encuentras en este rincón del país. No hay duda, esta última opción es la más factible si uno quiere aprovechar el único mes que tiene para poder conocer la Gran Isla. Y es la que nosotros habíamos elegido cuando llegamos unos días antes al norte, a Sambava,






            Nosy Be tiene historia y, como Diego Suárez, fue refugio de navegantes indios y comerciantes árabes antes de la llegada del colonialismo francés. Por su costa, y un puerto más que atractivo, tanto desde el punto de vista geoestratégico como paradisiaco, no extraña que fuera la primera zona ocupada por los franceses, su puerta a la Isla y la ventana a un comercio por el Índico y Europa, que transformó en poco tiempo su territorio. En cuestión de pocos años, un tapiz de campos de café, sésamo, pimienta y cañas de azúcar cubrió, para el jolgorio de los buques mercantes europeos, unas tierras que hasta ese momento habían vivido de la pesca y la recogida de las bendiciones del mar, cuando no de escenario de reuniones y residencia de piratas y corsarios. Pero todo eso es ya historia, desde el comercio colonial y los míticos piratas a la sencilla vida de los pescadores al atardecer. Hoy Nosy Be es algo diferente.

            Como resultado de una mezcla extraña de la necesidad de ingresos y crecimiento económico de la población malgache local, y el interés por explotar la zona de avispados empresarios franceses e italianos, bajo el lema de la búsqueda de paraísos perdidos, gran parte de la costa, o al menos de la que yo visito, se ha visto transformada por las infraestructuras (hoteles, embarcaderos) necesarios para acoger a la población extranjera que busca estos rincones paradisíacos. Por ahora no parece ser un turismo industrial, ni a enorme escala, pero sí lo suficiente como para ir alterando poco a poco una fisonomía virgen y local. Como leí en un relato de Mayte Toca, en las esponjosas orillas donde antes descansaban los moluscos con la panza al sol, ahora se tumban los turistas italianos o franceses mientras esperan su turno para comer el mejor proscruitto traído directamente de la madre patria. Junto al turismo, su principal actividad económica es el cultivo y exportación del aceite de ylang-ylang, una flor cuyo aroma es parte fundamental de exquisitos perfumes franceses, como los de la marca Dior. Por eso a Nosy Be se la llama la isla de los perfumes.

            Quizás todo esto sea lo que hay detrás del cambio que me parece apreciar en los malgaches del norte. Porque no sólo cambia el paisaje entre las montañas y la costa, o así me parece intuir cuando observo la mirada descarada de los jóvenes o la luminosidad en los ojos de los niños. Pero tampoco nos dejemos llevar por una visión pesimista, nada más lejos de la realidad. La costa norte que linda con el canal de Mozambique, presenta una barrera de coral de más de mil kilómetros de longitud, que sirve de muralla para proteger a miles de especies animales y vegetales. Y en ella continúa viva una naturaleza salvaje. Continúan las alargadas playas de finísima arena, acariciada por el vaivén de olas de aguas verdes y azuladas, con la transparencia y el brillo de esas descripciones de las novelas de aventuras de Salgari o los cómics de Hugo Pratt. Continúa el verde salvaje de sus árboles, refugio de camaleones, o la tranquilidad de aisladas calas e islas donde pequeñas tortugas ven la luz y luchan por llegar al mar. No ha dejado de ser un paraíso natural, el Caribe estilo malgache.

 

            Así que, donde la tierra roja da paso a la arena blanca, avanzamos hasta la playa de Madirokely. Allí se encuentra un coqueto hotel de madera, que alberga la oficina que nos va a proporcionar un velero para los siguientes días, un barco antiguo de madera de tradición árabe. Pronto conocemos a Nicolás, el dueño francés del hotel y el velero, organizador de decenas de actividades para los viajeros europeos, fundamentalmente franceses e italianos, que llegan a esta costa. Es un hombre alto, seguro en sus gestos, pero con cierto autoritarismo (imagino que imprescindible para sobrevivir más de 20 años peleando con la población local) y que da la impresión de haber bebido y fumado de más la noche anterior.



            Nuestro barco, bautizado con el nombre Karakory, resulta ser un antiguo carguero para el tráfico de maderas, reformado, que mantiene la apariencia de los antiguos dhows árabes que surcaron estas mismas aguas del Índico y el canal de Mozambique siglos atrás. Desde el primer momento que lo avisto, fondeando en la playa, aún sin su vela mayor desplegada, tranquilo y mecido por las suaves olas que bañan a los turistas europeos, una emoción nerviosa, casi infantil, me estremece el cuerpo, me activa. Siento que va a ser un hogar especial para los próximos días, en que navegaremos por la costa noreste de la Grand Terre. Y no me equivoco, quizás me quedo corto en mis expectativas.

            Cómo no quedarse corto cuando nada más subir a él, la pequeña tripulación sakalava que va a ser nuestra familia los próximos días, nos recibe con un almuerzo de buñuelos, piña, papaya, ron arrangé, té…. Empezamos a surcar el mar, y con el viento húmedo acariciando mi rostro, tumbado en la proa, al sol, creo que estoy en el paraíso.

Dice Joseph Conrad que el placer de ver una embarcación pequeña navegar por entre las grandes olas es cosa que no ofrece duda para aquel cuya alma no tiene morada en la tierra. No sé aún dónde tengo mi alma, pero si es curioso cómo en un viaje, a veces, uno parece abandonarse al camino, ajeno a la ruta. En otras ocasiones he vivido pendiente del mapa, de la ruta prefijada por el guía, marcando cada una de las etapas en mi diario de piel, en una especia de liturgia, quizás como una forma de anclarme en la tierra que pisaba, de afianzar mi camino. Y en otros momentos, como ahora, me embarco en un dhow de madera del que solo conozco el nombre (Karakory), con una tripulación que me es desconocida (pero que te hacen sentir uno de ellos), y un rumbo incierto más allá de vadear la costa. En este caso el por qué está claro, no hace falta más que pasear la mirada por las aguas cristalinas y acariciar la madera de nuestra embarcación para que todos mis sentidos se alineen en la necesidad de abandonarme, en dejarme llevar. Y también está Valentina, siempre Valentina. Nuestra brújula.

            Emociona observarla, agarrada al mástil, mirando al mar fijamente, con unos ojos que parecen ver más allá del horizonte azul. Su pequeño cuerpo transmite tanta fuerza que uno no duda que, pese a ser joven, lleva mucho mundo a sus espaldas. Su sonrisa perpetua, su entusiasmo, ha sido el corazón que ha dado vida a esta expedición, el motor que nos ha hecho girar. Verla ahora, absorta en unos pensamientos que me gustaría adivinar, dejando libres los mechones rubios que bailan alrededor de su rostro al compás de la brisa, me da la certeza de que lleva también cicatrices, que quizás son la base de su fuerza. Como si intuyera lo que estoy pensando, lo que dibujo en palabras en mi diario, a la sombra del mismo mástil en que se apoya, me dirige una mirada frágil, sincera, de la que se desprende tanta sensibilidad que la sonrisa que le ofrezco a cambio me parece un pobre regalo. Y solo puedo dar gracias por tenerla de brújula. Y espero que amiga. Me gustaría.

 


            El viento nos guía, si, pero también una tripulación que en cuestión de horas ya forma parte del grupo. Todo parece fácil, y es fácil asimilarlo: el olor a salitre, comer fruta con la mirada perdida en el horizonte, los mejores mojitos del mundo; bucear como un intrépido Cousteau en un mar turquesa transparente, entre corales, estrellas de mar, anémonas, tortugas y peces tropicales de miles de colores, cambiantes como los de un camaleón; las siestas sobre alfombras a la sombra del mástil y mecido por el mar. Cada tarde abandonamos el barco, que queda fondeando a una distancia prudencial, para montar tiendas de campaña en la costa, en playas salvajes o desembocaduras de pequeños ríos y canales. Me faltan palabras para intentar describir los atardeceres y amaneceres que a los pies de mi tienda de campaña o en la lona de arpillera que tendemos para cenar y desayunar sobre la fina arena, podemos contemplar. Colores imposibles de atrapar en la cámara, a no ser que tengas la pericia de nuestro querido Vicenç, suelen venir acompañados del rumor de las pequeñas aldeas cercanas. No son más que una agrupación de humildes y toscas cabañas, delimitadas por cercados y, en las más grandes, una edificación rectangular que funciona de escuela para los niños de la zona. Nuestra llegada, como la de otros turistas que visitaban la costa en embarcaciones, normalmente es recibida con alegría y cada vez menos curiosidad. No es raro verlos con ropa que los extranjeros dejan como regalo. No es difícil intuir los caminos que el contacto continuo con el turismo puede construir. Pero uno procura no pensar en eso.

Las visitamos, rompiendo su rutina de pesca y construcción de piraguas de madera, hechas con troncos vaciados a golpe de hacha (las mismas embarcaciones que usaron sus antepasados hace dos mil años para llegar desde Asia), en busca de agua dulce para la comida y una breve ducha rodeada de mosquitos. Son como pequeñas islas dentro de la isla, al margen de todo y de todos. Autosuficientes, con sus pozos, sus chozas de palma y vallados endebles que marcan el límite entre la aldea y el camino, entre la aldea y el mar, entre la aldea y todo lo de fuera, incluido nosotros.




            Con la tripulación aprendo que a nuestra embarcación la denominan boutre, que recuerda mucho a las antiguas embarcaciones indo-árabes swahili de la costa de África del Este, la misma familia que los dhows. Y que los indios bohras (originarios de Bombay) alcanzaron esta aguas junto a portugueses y piratas, para introducir especias, pimienta, ylang ylang, que le otorgaron el sobrenombre de Nosy Manitra (la isla de los perfumes). Y que el los cangrejos, el arroz con gambas y pato nunca ha estado tan bueno como en una salsa de coco guisada en alta mar.

La fogata de la tripulación, y pequeños faroles que iluminan nuestra esterilla de rafia común y el camino a las tiendas, no impiden que cada noche, cuando las nubes lo permiten, las estrellas salpiquen el cielo. Son noches en playas sin nombre, o con nombres que no recuerdo, donde me cuesta escribir, parece que solo intento plasmar susurros arrancados al viento. Y siempre acabo vencido, oyendo la respiración acompasada, constante, de Pacopé, mi compañero de tienda, abandonándome al sueño, con la promesa de un alba que me ofrezca su historia.





            Por la mañana, tras ver amanecer desde mi tienda, me gusta caminar siguiendo las huellas de algún compañero que ha madrugado más que yo. Me entretengo siguiendo su rastro, dejando templar mi cabello por los primeros rayos de sol. Lucho por perseguir su ruta antes que la espuma de mar juegue a borrarme el mapa, y sonrío cuando alcanzo a ver, en el horizonte de la playa, su rostro, que suele ser el de Miriam, quien me de devuelve la sonrisa y me tiende su mano para acercarme a ella. Y hablamos, mucho, conversaciones que cimentan una amistad, que ambos sabemos que perdurará, tenemos esa intuición, bendecida por las olas del Índico que bañan nuestros pies.



            Los días se suceden como en un ensueño, y una mañana, siguiendo la estela de tortugas peregrinas nadando, alcanzamos Nosy Iranja (Isla Tortuga), cerca del canal de Mozambique, al suroeste de Andilana. Fondeamos a una distancia prudencial de la playa, lo suficiente para que algunos se lancen a nado. Abro bien los ojos, porque no parece una imagen real. Ante nosotros lo más parecido a un paraíso que uno puede imaginar: dos pequeñas islas unidas por un banco de arena fina de 50 metros de ancho, que tan solo se puede atravesar con marea baja. Un pequeño faro como escala a tanta grandeza. Un agua cristalina, que oscila entre el azul perfecto y el verde translúcido, una arena blanquísima donde caminar es más que caminar, un juego pausado sobre el que dejar huellas sin que el mar borre tu paso, recoger conchas de formas caprichosas o encontrar una pequeña tortuga recién nacida a la que provocar un paro cardiaco al alzarla para acariciarla, y luego ayudarla a alcanzar el mar, viéndola navegar con la bravura de sus pocas horas de vida hasta perderse en la inmensidad del azul.




No es extraño, a este lugar vienen por las noches las tortugas a depositar sus huevos en la orilla de la isla más pequeña. Los turistas más afortunados pueden alojarse en una construcción antigua que se ha reconvertido en hotel, y pasar la noche en este paraíso natural, Y aunque nosotros no cambiaríamos nuestro velero y nuestras noches en tienda de campaña en playas perdidas, no podemos dejar de admirar la belleza del lugar mientras caminamos hacia el faro que está en la isla grande. Fue construido en 1909, por Gustave Eiffel durante el período colonial, la misma época en que diseñó nuestro hotel de Tana. Poco a poco, van llegando lanchas y barcos con viajeros como nosotros, y antes de vernos rodeados por una marea humana, acostumbrados estos días a la ausencia del mundo occidental, aprovechamos los últimos minutos para saltar en grupo e inmortalizar el momento en nuestras cámaras. En este instante uno parece inmerso en una zona sin cartografiar, ajena todo lo conocido. Cuando subimos a nuestro Karakory llevamos en nuestros labios la sal de Nosy Iranja, y embrujados aún por su belleza salvaje, arriamos velas, no importa hacia dónde.



            Pero el alba quiere cumplir su promesa, y en este mar antiguo, escenario de tantas leyendas y misterios, nos regala el inesperado paso de las ballenas jorobadas. Los marineros avisan, todos callamos, precipitados en la proa, cuerpo contra cuerpo, con ojos nerviosos en busca de lomos y aletas que surgen caprichosamente del agua. Nos parece intuir, entre el batir del océano, el resoplar de chorros de agua, el sonido de un canto ancestral, salvaje. Estos mamíferos, uno de los más grandes del planeta, acuden al canal entre la Gran Isla y los archipiélagos de la costa para dar a luz, después de un largo viaje a través de los océanos desde la Antártida. La calidez de las aguas y la abundancia en plancton es suficiente atractivo. Su canto, que se escucha claro bajo el agua, es un recuerdo hermoso que nos va a acompañar toda la vida. Esta migración es uno de los grandes espectáculos de la naturaleza, y ser testigo de ella, del acompañamiento de las madres y sus ballenatos, sobrepasa cualquier historia que pudiera contar. Ahí quedan las lágrimas furtivas que escapan sobre nuestras mejillas, para hacer homenaje a la libertad que ofrece la naturaleza.

           


Es hora de fijar nuestro último campamento, en el canal de Anbariomena. Sobre raíces de manglares asomando entre la arena, aprovechamos una estructura con suelo de madera y techado de paja. A su alrededor, protegidos del viento, instalamos nuestras tiendas. Cuando llega la noche, al amparo de la bajamar, la población sakalava de una aldea cercana, a la que regalamos camisetas, medicamentos, y todo aquello que les pueda servir, nos organiza una velada musical, con instrumentos tradicionales y bailes, a los que nos sumamos entusiasmados entre el griterío de los más pequeños. Al anochecer, el silencio se ve interrumpido por el rumor de los pies descalzos que a través de la orilla se acercan a nuestras tiendas. La timidez va mutando a la expectación conforme empiezan los primeros acordes de la vahila malgache (guitarra de bambú).

            La felicidad tiene ritmo de vahila bajo un cielo salpicado de estrellas. Un ritmo que se siente africano, donde los cantos, la cuerda y la percusión, te conduce a bailar por mucho que uno se resista. Es fácil que alguien, un niño, una mujer, un compañero, te tome la mano y te invite a una danza cuyo ritual, bajo las estrellas, es reencontrarse con el sentido del viaje. En un momento dado, uno de los marineros, Thierry, comparte conmigo su cigarro de marihuana, y a pesar de que no suelo fumar, me abandono a la conversación y la complicidad. En un vocabulario que rescata palabras aisladas del inglés, el francés y la gestualidad, me habla de su tierra, de sus sueños de futuro. Me pregunta por mi país, por mis sueños. Y entiendo que no se necesita más que unas pequeñas caladas compartidas para dibujar una amistad.



            Cuando todo acaba y nuestros alegres invitados se retiran a su aldea mientras mis compañeros se abandonan al sueño reparador en sus sacos de dormir, salgo en silencio de mi tienda y me dirijo a la orilla, a tan solo unos pocos metros. El rumor de las olas deshaciéndose en la arena y la silueta de una mujer difuminándose hasta desaparecer en la oscuridad atraen mi atención. Me siento lentamente en la arena y dejo pasar los minutos, respirando profundamente. No quiero dormirme sin estar seguro que las sensaciones de las últimas horas van a quedar a buen recaudo en mi memoria. Y solo el mar puede darme la fuerza necesaria para guardar, más allá de mi diario, todo lo que un corazón se ve desbordado por amarrar. Como escribe Némirovsky, no se puede ser infeliz cuando se tiene esto: el olor del mar, la arena bajo los dedos, el aire, el viento.

 

            A la mañana siguiente la palabra que más oigo es vezo. Vezo significa vivir con el mar. Lo que han hecho durante generaciones muchos poblados de la costa norte de Madagascar, donde el mar, el océano, es fuente de vida. Y vezo es la palabra que me tatúo en cada poro de mi piel. Viviendo con el mar, mientras recogemos el campamento, Jesús y yo jugamos a dibujarles cosas a los niños del poblado en hojas de mi diario, que guardan como tesoros entre narices mocosas y sonrisas de dientes blanquísimos. Hoy aún me gusta pensar que esas hojas siguen guardadas en algún rincón de la aldea, junto al mar, como una parte de mi que siempre será vezo.



            Ya en el Karakory ponemos rumbo a la Baie des Russes, donde buceamos entre increíbles corales y fauna marina, último recuerdo de la tierra de los Sakalava. Alcanzamos la orilla nadando, ya nos sentimos ágiles, quizás el sol y la sal han hecho su papel y nos han transformado en seres de arena y mar. Mientras paseamos por la orilla, recogiendo conchas ante la indiferencia de un pequeño que juega con su barco de madera, Guada, Susana y yo, daríamos parte de nuestra vida por continuar unos días más en nuestro periplo costero. Es la nostalgia que invade el cuerpo de cualquiera en los últimos momentos de estancia en un sitio que te ha hecho feliz.



De nuevo en el barco, las medias sonrisas, las palabras cortas, la falta de ánimo que acompaña el regreso, no es el mejor de los escenarios. Para paliarlo, la tripulación nos hace un pequeño regalo parando el motor, desplegando la vela y así poder experimentar la navegación tradicional. Impresiona verlos izar el velamen, y navegar impulsados únicamente por la brisa del mar. La tristeza se torna en alegría, y nos dejamos llevar por las canciones y bailes de la tripulación. Llevan cantando toda la mañana porque regresan a su casa, Nosy Be. Nosotros cantamos por otra cosa, por los regalos que la vida pone en el camino. De esta guisa, entre bailes y cánticos, llegamos a la playa de Madirokely, fin de nuestra pequeña aventura marina. No puede haber mejor despedida para el que ha sido nuestro hogar los últimos días.

           



Nos espera la capital de Nosy Be, Hell Ville. Llamada así por el almirante Louis de Hell, en el pasado fue centro de reunión de piratas y corsarios, pero hoy es poco más que un gran pueblo con un famoso Mercado Central, bullicioso y repleto de penetrantes aromas (rafias con forma de cestos o manteles, pequeños cuencos y cucharas de cuerno de cebú, pimientas salvajes, guindillas, cúrcuma, jengibre, comino, canela). Sigue visible el pasado francés en los grandes edificios coloniales de la calle principal, sobre grandes arcadas bajo las que pasean mujeres con hermosos kisaly (foulard) de colores. Es la ciudad que nos presenta a Mustafá, la pareja de Valentina, en una tranquila cena que siempre recordaré por las amables palabras que Miguel nos dirigió por ser sus compañeros de viaje, y por la visita nocturna a Taxi Be, un local de moda con micrófono, en el que mal-entonamos más de una canción y celebramos el cumpleaños de nuestra intrépida doctora Miriam. Pero si Hell Ville queda en mi recuerdo es por ser el lugar en el que despedimos, en la pequeña terminal del aeropuerto, a nuestra guía Valentina. No puede existir mejor despedida que la tradición del aplauso de agradecimiento, que nos enseñó el primer día y que no hemos cesado de repetir durante todo el mes: desde el descenso del Manambolo, los trekkings de Marojejy o la navegación del Karakory. Nuestras voces son una con lamako, avereno y atambaro. Y nuestro agradecimiento inmenso. Valentina, siempre Valentina, no hay mejor brújula en Madagascar.





            Con el recuerdo de su sonrisa, la rapidez con que se subió al coche para que no la viéramos llorar, y la sensación de que dejamos atrás algo valioso, subimos al avión en dirección a Tana, última etapa, esperando disipar entre las nubes el nudo en la garganta.

 

Antananarivo (fin de una expedición).

            De nuevo Tana nos recibe abrazada en la noche. Desde la suave elevación en la que se encuentra nuestro hotel, el Louvre, donde nos espera parte de nuestro equipaje desde hace quince días, la ciudad respira adormilada, salpicada por luces tenues que hablan de una vida nocturna que encontrarías si sabes dónde buscar. Y sí, hay un lugar al que acudir, y que me espera desde hace semanas: La Varangue. En un pequeño y encantador rincón de una de las callejuelas cercanas a nuestro hotel. Cenar en el restaurante, de decoración colonial, es como el premio a una travesía de sudor y hambre: alta cocina europea de fusión francesa-malgache. Una isla de tranquilidad ante el caos de la ciudad.

            Aunque no sea una ciudad que esté hecha para pasear, no es menos cierto que la vida y el bullicio transpiran en la mayoría de sus barrios. Por eso a primera hora de la mañana nos lanzamos a conocer parte de su historia y de su vida. No tenemos mucho tiempo así que nos desplazamos en el bus entre calles empinadas y un tráfico desatado. Tras la ventanilla aparecen mercados de puestos frágiles de carne y verduras, levantados con travesaños desiguales de madera, un plástico sobre la acera o el barro, frente a decenas de minúsculos locales apenas sin fondo, donde puedes encontrar prácticamente todo, cualquier objeto de plástico, carnes, buñuelos de aceite, panaderías, ferreterías, dentistas, peluquerías, …El olor es a pescado y animales asustados, a fruta madura, a madera y hierba mojada, a tierra y polvo, ese olor que tan bien conozco a pueblo, a vida.

            El tiempo, o la política, no ha tratado bien a la ciudad. No queda mucho del pasado, de la época monárquica, del esplendor de la colonización. Pero lo que persiste es atractivo. Tras una tercera estancia en la ciudad en este mes de viaje, es la primera vez que podemos dedicarnos a conocerla un poco más a fondo.

            En una ciudad de colinas y escaleras interminables, lo suyo es partir de la Avenida de la Independencia, una enorme y descuidada calle que atraviesa la ciudad. La avenida nace de la antigua y colonial estación de tren. Se trata de un precioso edificio, de un estilo que recuerda poderosamente al modernismo francés, y que dejó de cumplir su función originaria en 1965 para convertirse en una mezcla un poco extraña de pequeños comercios de recuerdos y centro de exposiciones y oficinas. Desde su puerta, mirando hacia la ciudad, el caos del tráfico, la suciedad, los comercios, y unos cuantos edificios impersonales, sobre soportales, entre pequeños jardines, enmarcan la avenida.



            Analamanga, la colina más alta, con ese nombre que significa “bosque azul” bautizaron sus primeros habitantes, los vazimbas, a la ciudad. Esta tribu fue perseguida por un rey, Andrianjaka, que construyó en la cima de esa colina una cabaña que rodeó de guerreros. Al parecer deseó que el número de guerreros fueran mil, de ahí que la ciudad empezará a denominarse Antananarivo, “la ciudad de los mil”.Este rey gobernó durante el siglo XVII, y en el lugar de esa primitiva cabaña se alzaría el Palacio de Rova, sede de una nueva dinastía, los merina, como símbolo de su poder.

            Rova en malgache significa muralla y hoy en día es conocido como el Palacio de la Reina: un recinto en el que junto al palacio real se encuentra una necrópolis real, un templo y una antigua prisión. La denominación de Palacio de la Reina hace referencia a una conocida reina merina de la primera mitad del siglo XIX, Ranavalona I, cuya fama deriva de su extrema crueldad (mandó ejecutar a casi la mitad de la población tanto por cuestiones religiosas como por autoritarismo). Su descendiente y última reina, Ranavalona III, sin embargo, tornó su fama en melancolía, al ser derrocada por los franceses en 1897 y enviada al exilio a Argel durante casi 20 años, como recuerda Marcel Proust.

            Poco puede visitarse de lo que debió ser una majestuosa construcción. Un incendio en 1995, que los habitantes de la ciudad achacan a cuestiones de extremismo político, arrasó con gran parte de sus estructuras, interiores, en su mayoría de madera tallada. Si uno se esfuerza, y cambia su mirada, aún puede adivinar la dignidad de los tiempos en que fue el centro del mundo malgache. Sin embargo, su ubicación en una de las zonas más altas de la ciudad, permite una panorámica imponente de la capital, dando mayor sentido al paseo histórico. Desde allí, recorriendo con la mirada un paisaje que recoge todas las tonalidades del verde y ocre, no es extraño que un rey anticipara que esta pequeña colina llevaría a la “ciudad de los mil”.



            Cerca de Rova, puedes bucear por el pasado colonial de la capital. El ejemplo más significativo, que pude avistar abordo del minubus, es el Palacio de Andafiavaratra, antigua residencia del primer ministro y actualmente museo. De los demás, decadentes y necesitados de una capa de pintura o una restauración urgente, poco se puede decir, salvo de la Estación de Tren de Soarano, al final de la Avenida de la Independencia. Mantiene su hermosa fachada colonial en pie, aunque su interior se ha visto transformado en algo parecido a un centro comercial. No es grande, lo que permite un paseo tranquilo y pausado por su interior, así como detenerse en sus pequeñas tiendas de recuerdos y artesanía local. Y en ese paseo un pensamiento domina mi mirada, el recuerdo de una época pasada de viajes en tren, como pasajero de un Orient Express, que hace que mis ojos deambulen entre los grandes relojes de madera y metal, la decoración decadente de los marcos de ventanas y puertas, las fotografías de un pasado perdido que adornan los muros de la cafetería o el hermoso efecto que crea la luz al filtrarse en los grandes ventanales, y cuyo juego de luces me lleva a otro tiempo.

            Aunque desplazarse en minibus me priva de sentir caer en mi cabeza la fina lluvia de flores desprendidas de los cientos de jacarandas lilas que crecen a lo largo de la ciudad, al menos permite un desplazamiento más o menos rápido entre los puntos de interés más lejanos y avistar desde la ventanilla lo que nos perdemos a pie. Así observamos el mercado de Analakely, en plena ebullición. Allí, los rostros del Indico, gente de todas las etnias, clases y colores, ofrecen lo que tienen, lo que pueden y lo que deseas. Allí, entre bandejas de rafia, lambas, cuencos de madera, frutas, verduras, arroz, vainas de vainilla, alguna mariposa disecada, especias y más especias, sientes que es el mejor lugar donde ver el día a día de la ciudad y la Isla, y el que más respira el ambiente africano.



            Regresamos al hotel entre viejos Renault, carros tirados por cebúes transportando leña o carbón, y tuc-tucs asiáticos; entre la esbeltez de cuerpos africanos envueltos en telas de colores, y sonrisas fugaces de ojos rasgados, adivinando la huella aislada de un blanco europeo en perdidos edificios que se van ahogando entre calles que pierden cualquier tipo de lógica. La ciudad, poliédrica, no quiere que la defina, escapa, en sus contrastes, en su diversidad, a quedar atrapada en mi escritura. Y, mientras van quedando atrás sus calles, sus barrios, la riqueza de su fusión, siento que me despide con una sonrisa infantil, avisándome de que no he podido atisbar gran parte de su magia, pidiéndome un regreso para conocerla mejor, para sentirla de verdad.

            De camino al aeropuerto una última visita al mercado artesanal de La Digue. Es el más grande y conocido, y en sus tenderetes puedes encontrar desde bordados, artículos de rafia, vainilla, tallas de madera, al famoso papel de Antaimoro o joyería de plata. Decido comprar pequeñas bolsas de papel de Antaimoro para proteger las vainas de vainilla que llevo desde hace días. Me cuentan que el papel, blanco crudo y granuloso, se hace con corteza del árbol de Avoha, mezclada con agua para formar una pasta. Secada al sol, se decora delicadamente con pétalos de flores silvestres de cálidos colores. No imagino regalo mejor cuando subo al avión de regreso a Europa.

 

FIN

Y, como siempre, se ha de partir. Atravesar el horizonte para dejar estas semanas, estos días, atrapados en el recuerdo. Y perderme desnudo en ellos. Dejando que los cantos de la noche desaparezcan así, a lo largo de los árboles, ente las hojas de los helechos arbóreos, y el aroma de la pimienta y las vainas de vainilla. No puedo evitar tener sensación de pérdida.

En swahili, lengua utilizada en gran parte de África oriental y el norte de Madagascar, la palabra muzungu se emplea como sinónimo de hombre blanco. Para Xavier Aldekoa, en Océano África, su traducción más exacta significaría “quien avanza sin rumbo”. Creo que no hay palabra más hermosa para definirme en esta expedición que muzungu. Durante días caminé con libertad, como lo hace un muzungu, y en ese sendero en el que la única brújula que me acompañó tenía el nombre de Valentina, conocí una tierra que le dio sentido a la frase que dice que una isla es un mundo en sí misma.

Sentí que este mundo aparte hecho Isla era un cruce de caminos, un crisol de culturas, tierra donde comerciantes árabes, franceses, portugueses, africanos, indonesios o chinos han dejado su huella. Y ante la inmensidad de su cultura me empequeñecí, me desnudé de prejuicios para intentar absorber con cada poro de mi piel uno de los últimos refugios de naturaleza salvaje, de especies animales y vegetales que era consciente no iba a volver a ver, seguramente, en mi vida. Lémures, aye aye, flores, mariposas y camaleones cuyos colores, formas y tamaños escapan de cualquier sueño de la razón. Un viaje a la naturaleza y a la evolución, a lo que somos y a lo que fuimos.

            Y me pregunto qué es ahora Madagascar para mí. Y no encuentro una única respuesta. Madagascar es el azul del Indico que la rodea, el verde de sus bosques y selvas; el blanco de la fina arena que reposa en sus playas; o el intenso rojo de sus tierras deforestadas. Pero también es el barro y el polvo de sus caminos, las sonrisas de los niños que corren a tu lado, las canciones de los remeros en el descenso del Manambolo, el canto de las ballenas jorobadas que asomaban su lomo entre las olas o el olor añejo y entrañable de la madera de un dhow que te transporta sobre un mar cristalino. Desde mi asiento observo a Susana con su cabeza inclinada sobre Daniel, que la mira con cariño, mientras ella observa la ventanilla con tristeza y cansancio. Y puedo adivinar en ellos la misma sensación que me acompaña. En el avión creo que siento el leve desplazamiento de mi canoa sobre las aguas del Manambolo y, cuando anochece, me gustaría dibujar en la oscuridad de la ventanilla las estrellas que me han cubierto y mecido cada noche y a las que casi pude alcanzar gracias a Vicernç.

 


            Cuenta Toni Montesinos, en “Una huida imposible”, que Carmen Laforet cruzó EEUU en 1965 invitada por el Departamento de Estado, sin temor a lo que le habían avisado. A saber, que era muy atrevido por su parte atravesar el país sin saber inglés, sin poder hablar con aquellos que le podrían informar sobre la vida allí. Ante esos comentarios, Carmen respondió, con humildad, que no pretendía analizar los problemas sociales ni desgranar la política local, sino mirar las cosas “con el mismo espíritu de los viajeros que atravesaron las selvas sin conocer el idioma de los indígenas y sin entender el significado de los golpes de tamtam con que se avisaban las tribus salvajes de su paso por la selva. Eso no impidió que se escribieran buenas narraciones de viaje. Uno puede, simplemente, escribir lo que ve”. Y eso he hecho, simplemente, escribir lo que ví, y lo que sentí.

Hoy termino de hacerlo, escribir. Han pasado casi dos años de esta experiencia. Todo ha necesitado asentarse y encontrar su tiempo, y la palabra. A mi alrededor, la pantalla del ordenador, libros y guías de viaje, algún mapa arrugado y mi diario abierto, del que se desprende alguna semilla y motas de polvo de la tierra roja que ahora añoro tanto. Busco las fotografías del viaje para acompañar el texto. Está llegando el frío del invierno y siento que parte de mi espíritu quedó en aquella tierra roja, quizás en el interior de un baobab con las raíces en el cielo o en las riberas del Manambolo.

            Aún no he salido de la Gran Isla. Una y otra vez he regresado gracias a las fotografías, los comentarios de mis compañeros, una noticia cazada a ras de vuelo, los recuerdos. No he dejado que salga de mí, de sentirla. Ahora entiendo por qué para muchos esta Gran Isla es un paréntesis en el mundo, ahora entiendo esa sensación de querer escaparse del mapa, de esconderse.

A Madagascar debo agradecerle que me devolviera la sorpresa en el viaje, la inocencia de la primera vez. Que me permitiera ver. Y también le debo gente, una nueva familia, mi familia de Madagascar, con Valentina a la cabeza, compañeros de sueños, ahora grandes amigos, que me hicieron ver que lo que creía era una aventur,a en verdad era la vida. Los tibetanos definen al ser humano como “a-Gro ba”, expresión que equivale a “el que marcha”, “el que realiza migraciones”.Y en eso pienso ahora, que finalizo este relato, en el camino que me queda, que nos queda, porque no creo dejemos nunca de marchar. Y de soñar.

Veloma Madagascar. Misaotra (Adiós y gracias Madagascar)

ALVARO JACOBO